El templo de Nuestra Señora del Carmen, fundado en el año 1586, es una de las iglesias más icónicas de la ciudad de Puebla y, sin duda, es uno de los lugares con más historia debido a su origen religioso.
Durante el pasar de los siglos, la iglesia dedicada a la Virgen de El Carmen ha sufrido algunas modificaciones, una de las más importantes fue la remoción del panteón de Santa María del Carmelo donde, según cuenta la leyenda, descansaban los cuerpos de aristócratas que eran sepultados con algunas de sus más preciadas joyas.
Este cementerio fue uno de los primeros que se crearon al interior de los templos católicos, pues fue en el año de 1844 cuando se instaló a un lado del atrio. Su diseño en forma de octágono constaba de cuatro corredores de más de 80 metros de largo, contaba con 96 columnas y arcos con diseño gótico que lo sostenían.
Para el año de 1880, el entonces ayuntamiento de Puebla estableció una regularización para que las inhumaciones se hicieran en el nuevo Panteón Civil de Agua Azul, ubicado al sur de la ciudad, por lo que inició un proceso exhumación y retiro de las gavetas hacia el nuevo campo santo. Once años después, el cementerio fue demolido y el predio fue liberado para el diseño de viviendas y calles en la zona.
Leyenda del Panteón de El Carmen
Las habladurías de profanaciones en las tumbas del panteón del barrio de El Carmen, de supuestos robos de joyas de los difuntos en el siglo XIX, inquietaron a los poblanos que temían sepultar a sus seres queridos en aquel cementerio.
El presunto culpable, Fernando Urdanivia y Peñafiel, personaje al cual acudían los ciudadanos en busca de un préstamo y quien operaba una casa de empeño que gozaba de buena reputación, pero tras la noticia de que en su negocio se encontraba la cruz de marfil que fue robada de la tumba de un sacerdote comenzó a sembrar la duda en la gente.
Los rumores se extendieron hasta los oídos de sus clientes y la confianza de ir con Fernando Urdanivia y Peñafiel comenzó a mermar, y aunque el hombre intentó disuadir a la opinión pública de que él no era responsable de esos hurtos, no pudo recuperar su prestigio.
Sin embargo, la gente no estaba equivocada pues detrás de sus argumentos en los que se presumía inocente se escondía la verdad, él era el saqueador de tumbas y planeaba cometer un atraco más para después huir a otra ciudad.
El 25 de diciembre esperó hasta que cayera la noche para escabullirse entre la oscuridad y entrar al panteón, donde comenzó a romper lápida tras lápida con la esperanza de encontrar al menos un anillo, zarcillo o collar de oro o de plata, pero no halló nada.
La desesperación comenzó a agotar sus fuerzas hasta que, en la siguiente tumba que irrumpió descubrió lo que tanto estaba buscando: un motín lleno de collares de perla, una pulsera de oro y un deslumbrante anillo de zafiro.
Tras ver la fortuna que tenía enfrente, Fernando recobró el ánimo y cuando se disponía a retirar el anillo del cadáver escuchó una voz e hizo una pausa, tal vez alguien lo había descubierto, pero luego de observar a su alrededor no encontró nada y continuó con su fechoría.
Justo en el momento en que estaba por robar las joyas, volvió a escuchar otro sonido, pero esta vez, mientras se distrajo para ver de qué lugar provenía, el cadáver comenzó a moverse. Aterrado, el hombre corrió para salvar su vida de los difuntos a los que había robado, aunque ya no logró salir.
Al día siguiente, Fernando Urdanivia y Peñafiel fue hallado muerto entre sus propias víctimas.
AGA