La práctica del sacrificio humano entre los mexicas es una verdad irrefutable, de acuerdo con fuentes históricas y arqueológicas, sin embargo, los descubrimientos desde hace poco más de un siglo matizan en mucho lo descrito por conquistadores y frailes españoles en sus crónicas.
Así lo señaló la arqueóloga Ximena Chávez Balderas, quien gracias a su análisis pormenorizado de los materiales óseos recuperados en el Templo Mayor de la antigua Tenochtitlan, se ha convertido en una de las principales especialistas sobre el fenómeno sacrificial en la cultura mexica.
Tras publicar un libro sobre las exequias que tenían lugar en este recinto para despedir a los difuntos de alto rango, de los que sólo se han registrado cinco individuos cremados, Ximena Chávez Balderas se dio a la tarea de abordar la otra cara de la moneda: las víctimas ofrendadas.
La investigadora del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) sostiene que la negación del sacrificio entre los mexicas radica en el equívoco de tomarlo como una medida del grado de civilización, siendo que ésta fue una práctica religiosa común para las culturas mesoamericanas, y del mundo en general.
“En esencia y como la propia etimología señala, el acto de sacrificar significa hacer sagrado, convertir un ser humano o un animal en un medio de comunicación con lo sagrado, a partir de su destrucción”, menciona como una nota al margen, antes de abordar su nueva publicación, basada en la investigación por la que obtuvo en 2013 el Premio INAH Javier Romero Molina, a la Mejor Tesis de Maestría en Antropología Física.
El objeto de análisis del libro “Sacrificio humano y tratamientos postsacrificiales en el Templo Mayor de Tenochtitlan”, editado por el INAH, son 99 individuos decapitados y dos infantes recuperados en 26 ofrendas y en el relleno constructivo de esta edificación, principalmente en la plataforma que correspondía al adoratorio del dios de la guerra, Huitzilopochtli, y algunos procedentes de la plaza principal frente a éste.
Este centenar de individuos fue recuperado de las etapas constructivas del Templo Mayor que datan de los periodos de mayor expansión del imperio mexica, los de Axayácatl, Tízoc y Ahuízotl, entre 1469 y 1502. La mayoría de estos contextos arqueológicos salieron al descubierto en la segunda mitad del siglo XX, y se intensificaron a partir de 1978 con la instauración del Proyecto Templo Mayor.
La arqueología ha confirmado que luego del sacrificio, mientras los cuerpos de los inmolados iban a parar probablemente al remolino de Pantitlán o al calpulli (barrio), sus cabezas permanecían en el recinto sagrado de Tenochtitlan. Este segmento anatómico se convertía entonces en un elemento transmutable en significados, como explica la maestra Ximena Chávez Balderas.
“En realidad tenemos los restos de pocas victimas sacrificiales porque el Templo Mayor no fue concebido como el lugar de enterramiento para todas las víctimas, sólo algunas eran llevadas al edificio durante ceremonias específicas; por ejemplo, para consagrarlo durante su inauguración o alguna ampliación. Las cabezas cercenadas se enterraban casi de inmediato a la decapitación, aún con las vértebras cervicales articuladas.
“Otra categoría corresponde a lo que llamamos efigies de deidades. En estos casos los cráneos que estuvieron expuestos previamente en el tzompantli o que presentaban perforación basal se sometían a tratamientos de desuello, desarme, algunos eran hervidos o fracturados, para luego pintarlos y decorarlos con atributos asociados a ciertas deidades, principalmente Mictlantecuhtli, dios de la muerte”, agregó la especialista.
Así, mientras en un primer momento los cráneos expuestos en el tzompantli aludían al carácter intimidatorio del Estado expansionista mexica, o al Árbol de calabazas, símbolo de la fertilidad, tiempo después eran divinizados.
Chávez Balderas abunda que huellas observadas en algunas de las llamadas máscaras-cráneo, indican un uso anterior posiblemente como pectorales o para ser exhibidos en otros edificios. Una vez convertidas en representaciones de los dioses mexicas, estos cráneos se colocaban como parte de ofrendas que en sí mismas simbolizan cosmogramas.
Hay evidencias que permiten proponer que al menos, las cabezas cercenadas de diversas ofrendas se obtuvieron en un mismo ritual y fueron enterradas de forma simultánea. “También es factible que más depósitos sean contemporáneos, en cuyo caso la cantidad de víctimas dista mucha de aquella registrada en las fuentes históricas”, señala la experta.
Destaca el conocimiento de la anatomía humana que tenían los especialistas rituales mexicas, saberes que probablemente pasaron de una generación a otra, incluso antes de arribar a la Cuenca de México. La estandarización de las técnicas de decapitación así lo confirma.
En cuanto a la preparación de cráneos para el tzompantli, utilizaban herramientas puntiagudas para golpear la parte lateral del cráneo donde el hueso es más delgado. Una vez lograda la perforación, se percutía la orilla hasta lograr el orificio donde atravesaría el madero.
“De realizar esta acción con un objeto más contundente, pesado o grande, no hubieran logrado ese efecto, hubieran obtenido una fractura irradiada y el cráneo habría sido obsoleto”, anotó la investigadora del Proyecto Templo Mayor.
Otro aspecto interesante que aborda la antropóloga en su nueva publicación, es el relativo a la práctica del sacrificio por extracción del corazón, del que sólo se tienen reportados cuatro casos, dos de ellos humanos y un par de felinos. Por códices de la región Mixteca-Puebla y otros procedentes del área oaxaqueña, se sabía que el sacrificio de animales era una práctica común en las culturas mesoamericanas.
Lejos de las representaciones que aparecen incluso en fuentes documentales prehispánicas como el Códice Laud, donde se observa a un sacerdote blandir un gran cuchillo de pedernal sobre el tórax de una víctima para extraer su corazón, la evidencia arqueológica apunta a un método mucho más certero: el acceso a la cavidad torácica desde el abdomen.
“La separación del músculo cardíaco se habría llevado a cabo empleando instrumentos de bordes finos y seguramente de tamaño pequeño, los cuales dejaron numerosas huellas en la cara interna de las costillas. Esto contrasta con las narraciones donde se dice que el corazón se extraía de un solo paso; por el contrario, las marcas muestran que era un proceso más elaborado cuya duración dependía de la pericia del sacerdote”, detalla Ximena Chávez.
Tal vez lo más estandarizado sea lo que corresponde a las edades de los individuos sacrificados, la mayor parte de ellos, 90 por ciento, se hallaban en una edad productiva, entre los 15 y los 40 años, correspondiendo la mayoría al intervalo entre los 20 y 30 años. En cuanto al sexo de las víctimas sacrificiales y sus orígenes, hay una variabilidad que también rompe con los prejuicios.
“Estudios de isotopía y de genética que han realizado colegas, como Alan Barrera, Diana Bustos y Diana Moreiras, dejan ver un panorama que apunta a que varios de los sacrificados, aunque procedían de otros lugares (como los actuales territorios de Hidalgo, Guanajuato y Zacatecas), vivieron un buen tiempo en Tenochtitlan, lo cual ya no resulta tan compatible con el ‘patrón’ del guerrero capturado en batalla y sacrificado poco después en la ciudad de los mexicas”, apuntó.
Actualmente, la candidata al doctorado por la Universidad de Tulane, trabaja en un estudio comparativo entre las prácticas sacrificiales y los tratamientos póstumos en humanos y en animales.
Para ello ha incorporado a su análisis a los individuos recuperados durante la séptima temporada del Proyecto Templo Mayor en la Plaza Oeste, incluidos más de tres mil fragmentos óseos; y una gran cantidad de restos de animales (caso de la Ofrenda 126 hallada bajo el monolito de Tlaltecuhtli).