El antiguo Estadio Corona. Se me llena la mente de tantos recuerdos, buenos y malos pero la mayoría muy gratos. De entrada, para ir era todo un ritual, y si no se contaba con abono, ese ritual comenzaba desde el jueves, para poder alcanzar un boleto. Largas filas se extendían a lo largo de las paredes del estadio, aquel muro de piedra, caliente, que hacia incomodo incluso el poder recargarse para continuar la espera. La adrenalina empezaba previo a un partido, desde el domingo por la mañana, incluso desde el sábado por la noche, si se trataba de un partido de esos que los santistas de hueso colorado más disfrutamos: contra tigres y especialmente contra rayados de Monterrey.
La aventura tenía un comienzo de origen vial: la calzada Ávila Camacho. En los semáforos era común encontrar a esos olvidados vendiendo banderas y artículos verdiblancos. El trafico avanzaba lento y más de un bocinazo provocaba subirle al volumen de la radio para escuchar a los comentaristas sobre el previo del partido. Un semáforo más, me detengo, y ahora no son los bocinazos los que turban mi entorno, sino los acordes de una cumbia:
‘Imagínate, que yo no soy yo, que soy el otro hombre que esperabas ver’,
Suena a todo volumen desde un taxi, con la mirada perdida del conductor, seguramente recordando algún pecado cometido durante el fin de semana. 1:00pm, finalmente la llegada al estadio. La caminata rumbo aquel recinto derretía en más de un aficionado, la pintura verdiblanca de sus rostros. Los sonidos de la carne dorándose, la música, los cánticos a lo lejos de alguna porra, eran ley. Al ingresar, aquel pasto impecable, recién regado, daba la bienvenida con su bochorno a los aficionados.
Mi localidad: sol plateas. Un esmirriado cojín verde, con la imagen de un guerrerito, era pieza clave para poder sentarse en aquellas planchas de cemento enardecidas. A veces se tenía que negociar con quienes apartaban los lugares con todo tipo de objetos: sabanas, chamarras, gorras y hasta lonches. El sol en lo alto era cómplice de todo ese ritual, todo por ver a querido Santos Laguna. 2:00pm, las gradas lucen llenas, los inclementes rayos del sol hoy pareciera que odian a todos los que amamos el futbol y yo me pregunto mientras tanto, si aquel tipo enmascarado y con boina militar que alienta a la gente a gritar tendrá calor.
Todo relativamente bien hasta que el cuerpo traiciona y cobra la factura de haber buscado la hidratación. Ir al baño, se convertía en una decisión de suma importancia que había que tomar. Entre el atiborrado graderío, el mínimo espacio y la burla de quienes me rodeaban, hacía desear en ese momento, tener una sonda conectada y permanecer. Los sanitarios eran un hábitat 'Bobmarliano'. El aroma herbal inundaba el aire y líquidos de dudosa procedencia rodeaban mis zapatos. El regreso significaba toda una verdadera victoria.
La presión hacia el rival era lo mejor, vaya que ambientazo se sentía. Desde la clásica sirena, hasta la cortina de humo que organizaban en la parte central de sol plateas, los papelitos que lanzaba la afición, las banderas, la camiseta gigante que se extendía durante todo sol plateas, pero sobre todo el tremendo estruendo de 18 mil almas apasionadas gritando fervorosamente. Cuando había un tiro de esquina a favor del rival, se notaba el rictus de temor del futbolista, la gente en esas áreas descargaba su enojo, lanzaba objetos, bañaba al jugador, hacia catarsis luego de una semana complicada en la cotidianeidad.
El amor hacia los locales era inmejorable, en distintas épocas: Jared, Pony, Vuoso, Lorito, Johan, Pity, Martinez, y hasta Martín Machón, que tenía a su porra en la tribuna: ‘Los machones’. Muchas porras animadas proliferaban en aquel estadio. Los muchachos de zapopan, los cherrys, la banda del apache, la tribu, la komun, etc.
Si el partido estaba aburrido, el espectáculo estaba en las gradas. Recordatorios maternales abundaban a los aburguesados del sector plateas y también, aunque en menor medida, para los de ambas sombras. Si había gol, los aficionados se levantaban de sus asientos y a todo pulmón celebraban, varios enloquecidos con dotes alpinistas se colgaban del enrejado, otros abrazando a desconocidos, pues el futbol muchas veces también une.
Triunfo de santos y ¡uy! que alegría. Lo asoleado había quedado en el olvido, el apetito que más de dos bebidas etílicas había despertado, se apaciguaba con un buen lonche de adobada. Mientras preparo la servilleta, la bolsa y el envase de refresco para tirar a la basura, pasan tres camiones de aficionados visitantes, un intercambio de palabras poco refinadas entre santistas y rivales, arrebatan las risas tímidas de quienes pasan buscando el estacionamiento para marcharse.
Hoy el presente es otro. Tenemos comodidades, el TSM es fantástico estructuralmente, sin embargo, siento que hubo algo que el antiguo estadio corona celosamente se llevó.
Celebro con alegría el aniversario del TSM pero recuerdo casi siempre con nostalgia a aquel viejo amigo, ese templo incómodo donde desde mi infancia aprendí a querer con fervor a dos colores, la casa del dolor ajeno.
La aventura tenía un comienzo de origen vial: la calzada Ávila Camacho. En los semáforos era común encontrar a esos olvidados vendiendo banderas y artículos verdiblancos. El trafico avanzaba lento y más de un bocinazo provocaba subirle al volumen de la radio para escuchar a los comentaristas sobre el previo del partido. Un semáforo más, me detengo, y ahora no son los bocinazos los que turban mi entorno, sino los acordes de una cumbia:
‘Imagínate, que yo no soy yo, que soy el otro hombre que esperabas ver’,
Suena a todo volumen desde un taxi, con la mirada perdida del conductor, seguramente recordando algún pecado cometido durante el fin de semana. 1:00pm, finalmente la llegada al estadio. La caminata rumbo aquel recinto derretía en más de un aficionado la pintura verdiblanca en sus rostros. Los sonidos de la carne dorándose, la música, los cánticos a lo lejos de alguna porra, eran ley. Al ingresar, aquel pasto impecable, recién regado, daba la bienvenida con su bochorno a los aficionados.