Su segundo nombre es “Messias” y sus seguidores lo ven como un salvador para el Brasil sacudido por la depresión. Jair Bolsonaro, el candidato que ganó claramente la primera vuelta de las elecciones presidenciales del domingo, es la versión brasileña del fenómeno del populismo global.
El ultraderechista del Partido Social Liberal (PSL) estuvo a punto de conseguir la victoria ya en primera ronda, con un mensaje radical que convenció incluso a millones de votantes moderados y que lo convierten en favorito para la segunda vuelta del 28 de octubre, contra el izquierdista Fernando Haddad.
La receta de Bolsonaro para conquistar el centro político demuestra la profundidad de la crisis democrática en la principal economía latinoamericana. El ex capitán del ejército de 63 años reúne las características que llevaron al ascenso de Donald Trump en Estados Unidos: una retórica nacionalista e incendiaria, una presencia masiva en las redes sociales y un discurso de ataque frontal contra el sistema político convencional, enormemente desprestigiado en Brasil.
Las instituciones del gigante sudamericano están salpicadas desde hace años por múltiples escándalos de corrupción política en el marco de la megacausa Lava Jato (“Lavado de autos” en portugués). El país, además, acaba de superar una de las peores recesiones de su historia y las grandes ciudades brasileñas sufren una ola de criminalidad.
La propuesta más destacada de Bolsonaro es la liberalización de la tenencia de armas para combatir la delincuencia, y su política económica se centra en las clásicas recetas liberales de mercado. Su alta popularidad - 46 por ciento de los votos válidos el domingo -, sin embargo, se la debe sobre todo a su imagen de “antisistema” y de azote de las corruptas élites políticas.
Ello, pese a que él mismo es parte del sistema desde 1991, cuando fue elegido por primera vez diputado. En su larga carrera política, Bolsonaro ha pasado por nueve partidos distintos y muchas más controversias, siempre defendiendo posiciones radicales. En las hemerotecas abundan las imágenes de sus excesos en el Congreso, ya sea por insultar a sus rivales políticos, a menudo mujeres, o por hacer apología de la última dictadura militar brasileña (1964-1985). “El error de la dictadura fue torturar y no matar”, soltó en una ocasión en 2008.
A una diputada del izquierdista Partido de los Trabajadores (PT) llegó a decirle durante una disputa que “no merecía ni ser violada” por ser demasiado “fea”. Y en el debate del proceso de destitución de la presidenta Dilma Rousseff en abril de 2016, en la Cámara baja, Bolsonaro dedicó su voto a favor del impeachment al militar responsable de las torturas de las que fue víctima la ex mandataria durante la dictadura, como joven activista de izquierda.
El político, casado tres veces y con cinco hijos, descendiente de inmigrantes italianos y nacido en Glicério, en el interior del estado de Sao Paulo, también es conocido por sus diatribas contra negros, indígenas y homosexuales. Muchos afrobrasileños “no sirven ni para procrear”, declaró en abril de 2017. Las grandes armas de Bolsonaro son la provocación permanente y los virulentos ataques contra sus críticos.
A menudo es calificado por eso como el “Trump brasileño”, aunque también se le compara con el líder filipino Rodrigo Duterte, por sus fantasías violentas para combatir el crimen. En la era de las exaltadas campañas virales en las redes sociales, Bolsonaro busca el contacto permanente con sus simpatizantes a través de Twitter y suele cargar contra los medios, a los que acusa de parciales. Político visceral y sin un mensaje político elaborado, Bolsonaro amagó durante la campaña con dejar de participar en los debates cuando empezó a quedar mal parado en el cara a cara dialéctico con otros candidatos.
Dio marcha atrás, pero sus apariciones públicas quedaron de todas maneras recortadas por una puñalada que sufrió el 6 de septiembre durante un acto proselitista. El atacante se justificó después diciendo que se sentía “personalmente amenazado” por los mensajes del candidato. En un país donde prácticamente toda la clase política está salpicada por los escándalos de corrupción, Bolsonaro se presenta como un político “limpio” pese a su larga trayectoria en el Congreso.
Su nombre no ha sido hasta ahora vinculado a ningún gran escándalo de corrupción. Para muchos detractores, porque como diputado de partidos pequeños no participó nunca en las grandes alianzas políticas tradicionales. Sus seguidores, en todo caso, lo exculpan de todo. “Bolsonaro es la salvación del país, porque no es corrupto”, dice Mayari Ferrari, una estudiante de 25 años.
“Esas acusaciones de que es racista y homófobo son todas mentira”. La popularidad de Bolsonaro refleja también la extrema polarización de Brasil. El ultraderechista cosecha fuertes apoyos en las clases medias y altas, mientras que los más pobres apoyan en su mayoría al PT, del ex presidente Luiz Inácio Lula da Silva, condenado a 12 años de cárcel por corrupción.
El heredero del carismático Lula, Fernando Haddad, es ahora el último escollo que le queda a Bolsonaro por superar en tres semanas para conquistar definitivamente el centro del poder político en Brasil.