BEIRUT. — Soha Saade no había visto a su esposo desde las Navidades. La pandemia de coronavirus había mantenido a Jihad, de 44 años, en Nigeria, donde trabajaba lejos de su familia en Beirut. Una vez levantadas las restricciones de viajes, voló a casa con un nuevo sentido de urgencia: a su hija de 6 años se le había diagnosticado el mal de Hodgkin.
Juntos, Jihad y Soha se pasaron 13 días con su hija, Gemma, mientras la niña recibía tratamiento. “Solamente nos quedaba un día en el hospital”, dijo Soha.
Cuando se alzó la nube de humo fuera del hospital el martes, la pareja lamentó la contaminación en Beirut. Soha comenzó a grabarlo con su celular y entonces fue a ver a las enfermeras para preguntar si había razón para preocuparse.
Cuando abría la puerta, “el mundo estalló”.
En un instante, ella tuvo que tomar una decisión desgarradora: concentrarse en su hija, que de pronto estaba viendo sangre brotar de la cabeza de su padre, o dejar a la niña con otros y salvar la vida del hombre al que amaba.
Soha bajó nueve pisos cargando a su corpulento esposo, caminando descalza sobre vidrios rotos. El hospital estaba inutilizado. Tenía que encontrar otro.
Extraños la ayudaron a bajar las escaleras. Su hermano llegó para ayudar. Soha llamó por teléfono a un médico amigo que le instruyó como dar primeros auxilios.
“Jihad, respóndeme, no te vayas", le pidió a su esposo.
Pero era demasiado tarde. Otros hospitales, abrumados, no admitieron a la pareja. El esposo de Soha murió en sus brazos, sin decir una palabra.
“Ni siquiera abrió los ojos", dijo Soha. “Vi su alma dejar el cuerpo”.
Pudo quitarse los vidrios rotos de sus pies apenas tres días más tarde.
Dice que no sabe cómo quitarse el dolor.
La explosión del martes mató a casi 150 personas. Los equipos de rescate seguían buscando cuerpos entre los escombros, mientras que algunas familias aún no saben si deben llorar a seres queridos.
“No se supone que mueras en un hospital. Eso es lo que me está matando", dijo Soha.
El amor de la pareja había sobrevivido a tanto. Jihad, un administrador de hotel, se crió en Nigeria, pero nunca rompió sus lazos con Líbano. Era conocido por su generosidad y por ser un hombre de familia, dice su esposa.
La pareja se casó en el 2009, pero Soha tuvo que regresar a Nigeria cuando el país africano fue azotado por un brote de ébola hace unos años y ella tuvo un bebé. La violencia en Líbano entonces frustró sus planes de vivir juntos allí.
En sus conversaciones a larga distancia, “él me decía todos los días: 'no te preocupes, mi amor. No te preocupes por nada´”, recuerda Soha. “Si yo quería la luna, él me la traía. Nunca me causó un enfado... Nunca le causó un enfado a nadie”.
La pareja se reunió cada dos meses hasta que, de nuevo, un brote de virus frustró sus planes. Y entonces su hija recibió el diagnóstico.
Cuando finalmente Jihad pudo viajar, llegó con regalos. Luego de días en el hospital junto a su familia, visitó a su hijo, Karl, de 9 años, durante un fin de semana. Regresó dos días antes de la explosión, con nuevos piyamas para su esposa y un plato de tabulé para su hijita, que lo deseaba.
“Su mayor preocupación era su familia. Él tenía una gran carga. Todo el mundo contaba con él", dijo Soha.
“Él me daba tranquilidad mental".
cog
BEIRUT. — Soha Saade no había visto a su esposo desde las Navidades. La pandemia de coronavirus había mantenido a Jihad, de 44 años, en Nigeria, donde trabajaba lejos de su familia en Beirut. Una vez levantadas las restricciones de viajes, voló a casa con un nuevo sentido de urgencia: a su hija de 6 años se le había diagnosticado el mal de Hodgkin.
Juntos, Jihad y Soha se pasaron 13 días con su hija, Gemma, mientras la niña recibía tratamiento. “Solamente nos quedaba un día en el hospital”, dijo Soha.
Cuando se alzó la nube de humo fuera del hospital el martes, la pareja lamentó la contaminación en Beirut. Soha comenzó a grabarlo con su celular y entonces fue a ver a las enfermeras para preguntar si había razón para preocuparse.
Cuando abría la puerta, “el mundo estalló”.
En un instante, ella tuvo que tomar una decisión desgarradora: concentrarse en su hija, que de pronto estaba viendo sangre brotar de la cabeza de su padre, o dejar a la niña con otros y salvar la vida del hombre al que amaba.
Soha bajó nueve pisos cargando a su corpulento esposo, caminando descalza sobre vidrios rotos. El hospital estaba inutilizado. Tenía que encontrar otro.
Extraños la ayudaron a bajar las escaleras. Su hermano llegó para ayudar. Soha llamó por teléfono a un médico amigo que le instruyó como dar primeros auxilios.
“Jihad, respóndeme, no te vayas", le pidió a su esposo.
Pero era demasiado tarde. Otros hospitales, abrumados, no admitieron a la pareja. El esposo de Soha murió en sus brazos, sin decir una palabra.
“Ni siquiera abrió los ojos", dijo Soha. “Vi su alma dejar el cuerpo”.
Pudo quitarse los vidrios rotos de sus pies apenas tres días más tarde.
Dice que no sabe cómo quitarse el dolor.
La explosión del martes mató a casi 150 personas. Los equipos de rescate seguían buscando cuerpos entre los escombros, mientras que algunas familias aún no saben si deben llorar a seres queridos.
“No se supone que mueras en un hospital. Eso es lo que me está matando", dijo Soha.
El amor de la pareja había sobrevivido a tanto. Jihad, un administrador de hotel, se crió en Nigeria, pero nunca rompió sus lazos con Líbano. Era conocido por su generosidad y por ser un hombre de familia, dice su esposa.
La pareja se casó en el 2009, pero Soha tuvo que regresar a Nigeria cuando el país africano fue azotado por un brote de ébola hace unos años y ella tuvo un bebé. La violencia en Líbano entonces frustró sus planes de vivir juntos allí.
En sus conversaciones a larga distancia, “él me decía todos los días: 'no te preocupes, mi amor. No te preocupes por nada´”, recuerda Soha. “Si yo quería la luna, él me la traía. Nunca me causó un enfado... Nunca le causó un enfado a nadie”.
La pareja se reunió cada dos meses hasta que, de nuevo, un brote de virus frustró sus planes. Y entonces su hija recibió el diagnóstico.
Cuando finalmente Jihad pudo viajar, llegó con regalos. Luego de días en el hospital junto a su familia, visitó a su hijo, Karl, de 9 años, durante un fin de semana. Regresó dos días antes de la explosión, con nuevos piyamas para su esposa y un plato de tabulé para su hijita, que lo deseaba.
“Su mayor preocupación era su familia. Él tenía una gran carga. Todo el mundo contaba con él", dijo Soha.
“Él me daba tranquilidad mental".
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