Pandemia cierra escuelas y obliga a los niños a trabajar

En lugar de ir a la escuela, los niños de Kenia pican piedras en las canteras. Decenas de miles de menores en India se han volcado a los campos agrícolas y a las fábricas. A lo largo de Latinoamérica donde niños producen ladrillos, fabrican muebles o

Pandemia cierra escuelas y obliga a los niños a trabajar
Nacional /

JOTOLCHÉN. — La actual pandemia amenaza el futuro de una generación de niños en todo el mundo para los que el coronavirus ha significado menos educación y más trabajo. Sólo en los países en desarrollo, dos décadas de avances contra el trabajo infantil pueden verse afectados.

Con las aulas cerradas y padres que pierden su trabajo, la lectura, la escritura y las tablas de multiplicar han sido sustituidas por sudor, ampollas y menores esperanzas de una vida mejor para millones de niños.

En lugar de ir a la escuela, los niños de Kenia pican piedras en las canteras. Decenas de miles de menores en India se han volcado a los campos agrícolas y a las fábricas. A lo largo de Latinoamérica —donde niños producen ladrillos, fabrican muebles o limpian los campos de maleza—, lo que antes era contribuir a los quehaceres de la familia, hoy es trabajo de tiempo completo.

Estos niños y adolescentes ganan centavos o, en el mejor de los casos, unos cuantos dólares al día para ayudar a llevar comida en la mesa.

“El trabajo infantil se convierte en un mecanismo de supervivencia para muchas familias”, dice Astrid Hollander, directora de educación de UNICEF México.

Los gobiernos aún analizan cuántos estudiantes han abandonado sus sistemas escolares, pero con el cierre de las aulas, que afecta a casi 1.500 millones de niños en todo el mundo, UNICEF calcula que pueden ser millones.

Los expertos dicen que es menos probable que los niños regresen a la escuela cuanto más tiempo estén suspendidas las clases presenciales. Las repercusiones, especialmente para quienes ya están rezagados, pueden ser menores oportunidades laborales de por vida, menos ingresos potenciales y una mayor probabilidad de pobreza y embarazo precoz.

“Las repercusiones podrían percibirse en las economías y sociedades a lo largo de las próximas décadas”, advirtió en agosto Henrietta Fore, directora ejecutiva de UNICEF, la agencia para la infancia de la ONU. Para al menos 463 millones de niños, cuyas escuelas cerraron, no hay posibilidad de aprendizaje a distancia.

Es, dijo, una “emergencia educativa global”.

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La misma semana que UNICEF estimó el impacto de la pandemia en los menores, en México inició un nuevo año escolar para casi 30 millones de niños. En lugares remotos donde el aprendizaje a distancia no es factible, los maestros entregan cuadernillos trabajo en los pueblos que unas semanas después pasan a buscar.

Joel Hernández, director de una escuela en Jotolchén, en las montañas del centro del estado de Chiapas, explicó que cuando fue a recoger los primeros cuadernillos del curso —un puñado de hojas de ejercicios fotocopiadas—, sólo alrededor del 20% de los estudiantes había completado el trabajo.

Ni Andrés Gómez, de 11 años, ni sus hermanos lo habían hecho. Hasta marzo, cuando la escuela cerró, Andrés pasaba allí casi todas sus mañanas y aprendía a hablar, leer y escribir español —su lengua materna es el tzotzil—. A la salida, se unía a su padre en la mina de ámbar durante unas horas.

Ahora, desde la mañana trabaja en el interior de un túnel oscuro excavado a mano y que carece de soportes o medidas de seguridad. El repique constante del cincel sobre la piedra retumba en el agujero de poco más de un metro de alto donde busca ámbar de rodillas, martillo en mano, linterna anudada a la frente y el sudor cayéndole por la espalda. Agazapado sobre los restos de roca que desgaja, cada golpe va seguido por un jadeo silencioso.

La esperanza es encontrar un trozo de ámbar que acabará convertido en una pieza de joyería. Si es del tamaño de una moneda, le pueden dar entre uno y cinco dólares. Si la bola de la cotizada resina es grande, puede solucionar la vida de la familia un tiempo.

“Lo que quiero es aprender a leer y escribir”, dice.

Andrés podría aprovechar el aprendizaje en línea o televisado, pero como muchos otros, no tiene acceso a computadora o televisión: en su casa de dos cuartos con algunas paredes de madera, la única tecnología es un viejo aparato de música con unos altavoces.

“Si el papá va a milpa, va a cafetal, va a la mina, el niño no va quedar en casa sin hacer nada”, señala Hernández. “Para ellos, sentarse a ver la televisión, si la tienen, es como perder el tiempo”.

Hay siete niños en la familia de Andrés, cuatro en edad escolar. Su hermana de ocho años ayuda a su madre embarazada a lavar ropa y cocinar; Andrés y un hermano mayor trabajan en la mina con su padre.

Los mineros pagan un alquiler mensual al dueño de las tierras para excavar en busca de ámbar, y deben pagarlo tanto si encuentran como si no. Cuando Andrés no está en la mina, ayuda a un tío con el ganado, corta leña y quita maleza. En su tiempo libre vuelve a ser el niño que es, juega a las canicas y ríe.

Extraña la escuela. “Aprendía las vocales, el profe explicaba, copiábamos y saliendo me iba a la mina”, recuerda. Su escuela, salones empapelados con pósters del alfabeto, tablas de multiplicar, dibujos de figuras históricas y mensajes aún escritos en el pizarrón, permanece vacía.

La ley mexicana prohíbe que los menores de 14 años trabajen. Los de menos de 16 no pueden realizar trabajos peligrosos o insalubres. Pero los niños suelen trabajar después de las clases para ayudar a sus familias a salir adelante.

Las autoridades educativas mexicanas indicaron recientemente que las inscripciones para el nuevo año escolar habían bajado alrededor del 10%, pero los maestros advierten que muchos estudiantes se inscriben por costumbre, aunque no participen.

“Probablemente algunos niños deserten, tal vez no en primaria, pero los que salieron en sexto grado este año”, teme Hernández. “Ellos sí es muy probable que no continúen la secundaria. A ellos sí se les va a dificultar”.

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En El Alto, un suburbio ubicado en una parte elevada de La Paz, Bolivia, cinco hermanos de entre 6 y 14 años de edad se envuelven en abrigos y sombreros contra el aire frío de la montaña mientras ellos y sus padres trabajan en el pequeño taller de carpintería familiar.

La más joven, Mariana Geovana, de seis años, habría iniciado el preescolar este año; en lugar de eso, lima muebles en miniatura con pedazos de papel de lija. Jonatan, de 14 y el más experimentado, usa la sierra eléctrica para cortar trozos de madera para camas de muñecas y cajoneras de tamaño completo.

“Me siento frustrado por no poder ir al colegio”, dice. “Se aprende conversando con los compañeros y maestros”.

El gobierno boliviano decidió cancelar el año escolar en agosto porque dijo que no había forma de proveer una educación equitativa a los casi tres millones de estudiantes bolivianos. En un país donde el empleo informal representa el 70% de la economía, el cierre de las escuelas de inmediato puso a trabajar a más niños.

“Hemos visto nuevos niños y adolescentes vender en la calle”, dice Patricia Velasco, gerente de un programa municipal para personas en riesgo en La Paz, la capital. “Se han visto empujados a generar ingresos”.

Al mirar trabajar a Mariana, Jonatan y sus otros hijos —y enviar a los niños mayores a las calles a vender sus productos—, Héctor Delgado, de 54 años, sabe lo que está en riesgo. “Para los estudiantes es una catástrofe el cierre del año escolar. No van a recuperar el tiempo y yo me esfuerzo para que ellos sean más que carpinteros”.

Pero Delgado, jefe del Consejo de Artesanos en El Alto, dijo que la familia había gastado sus ahorros y ahora no tenía dinero para comprar madera y continuar con su negocio.

Él y su esposa, María Luisa, hacen lo que pueden para garantizar que sus hijos no se queden atrás. Bajo la atenta mirada de su madre, los niños trabajan con los libros escolares que recibieron en febrero, al inicio del curso. Cada mañana en el taller, los hace tomar tiempo para estudiar.

El compromiso de la familia con la educación es más evidente en la habitación contigua. Allí, su hijo Cristian, de 21 años, continúa sus clases de administración en línea en una universidad pública.

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Los ladrillos de tierra oscura producidos en las rústicas fábricas de ladrillos de la pequeña ciudad de Tobatí, a 70 kilómetros (43 millas) de Asunción, se utilizan para construir edificios en todo Paraguay. Grandes hornos abiertos hechos de esos mismos ladrillos de barro se encuentran al lado de casi todas las casas; fila tras fila de ladrillos idénticos se secan al aire libre.

Con la ayuda de su hijo de 10 años, Hugo Godoy palea montículos de arcilla y tierra arenosa, preparándose para hacer los ladrillos del día siguiente.

Mientras se apoya en su pala, su hijo se aleja para sentarse con dos infantes junto a la casa: los nietos de Godoy. Su hijo hace más que ayudar en casa: desde que las escuelas dejaron de operar en marzo, Godoy también lo ha enviado a trabajar en una fábrica cercana más grande.

“Hablé con el patrón y le dije que si hacía trabajos ligeros —acercar los materiales, cosas así— le enviaría”, explica Godoy en guaraní, su lengua natal. “Hay muchos niños que trabajan”.

Otro de los hijos de Godoy, quien tiene 15 años, trabaja de tiempo completo en la misma fábrica y gana alrededor de 10 dólares al día cargando ladrillos en camiones altos. Antes de la pandemia trabajaba solo tiempo parcial. “Yo a los más grandes no les hago trabajar acá en casa: vayan por ahí a buscar algo para salvar nuestra situación, les digo”, dijo Godoy.

En Paraguay, los niños de 12 a 14 años solo pueden realizar “tareas ligeras” en las empresas familiares, mientras que los adolescentes de 15 a 17 pueden tener empleos que no figuren en la lista de las 26 “peores formas de trabajo infantil”, siempre que no interfieran con su educación escolar.

Los miembros de las familias de ladrilleros dijeron que el cierre de las escuelas —programado para durar al menos hasta diciembre— ha llevado a muchos niños y adolescentes a trabajar más horas. Y estos horarios nuevos han dificultado que realicen su trabajo escolar virtual.

Un día, Godoy descubrió que su hijo no había hecho sus exámenes. “Entonces le dije que me avise cuando tenga exámenes para no ir a trabajar esos días. Como sea, superaremos y arreglaremos, le dije”.

El gobierno de Paraguay estableció aulas virtuales para el aprendizaje a distancia, pero las familias mencionaron varios costos asociados que incluyen planes de datos de telefonía celular al igual que costos de impresión y copiado de los trabajos escolares de sus hijos. Un informe de UNICEF dijo que 22% de los estudiantes participaba en los salones de clases virtuales, mientras que el 52% trataba de mantenerse al día con las tareas a través de WhatsApp.

“Conozco muchos casos de jóvenes de 15 años a quienes les va bien en el colegio, pero no pueden sostener por los gastos”, dijo Godoy. “Dejan los estudios y ya se ponen a trabajar”.

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En una cantera de Nairobi, Florence Mumbua trabaja junto a sus hijos de 7, 10 y 12 años. Mumbua perdió su trabajo de limpieza en una escuela privada cuando ocurrió la pandemia, y la familia no tiene los recursos para que los niños aprendan en línea. Así que juntos trituran rocas, y cada uno gana alrededor de 65 centavos de dólar por día.

“Tengo que trabajar con ellos porque necesitan comer y, sin embargo, yo gano muy poco dinero. Cuando trabajamos en equipo, podemos ganar el dinero suficiente para nuestro almuerzo, desayuno y cena”, dijo Mumbua.

El trabajo infantil es ilegal en Kenia, como lo es la prostitución infantil, que también ha prosperado desde que las escuelas cerraron.

Mary Mugure, una extrabajadora sexual convertida en activista a través de su organización Night Nurse (Enfermera Nocturna), dice que hasta 1.000 niñas en edad escolar se han convertido en trabajadoras sexuales en los tres vecindarios de Nairobi que monitorea desde que cerraron las escuelas en marzo. La más joven, dijo, tiene 11 años.

En India, Dhananjay Tingal teme que millones de niños más “vuelvan a caer en la trata de personas, el trabajo infantil y el matrimonio infantil por la crisis económica que se avecina”.

Como director ejecutivo de Bachpan Bachao Andolan —un grupo de derechos de los niños cuyo fundador, Kailash Satyarthi, ganó el Premio Nobel de la Paz en 2014— Tingal ha visto con horror cómo crece el trabajo infantil en un país que ya tiene uno de los peores récords del mundo.

Una dura cuarentena nacional impuesta en marzo golpeó a la economía de India y llevó a millones de personas a la pobreza, lo que obligó a muchas familias pobres a poner a sus hijos a trabajar para subsistir. Cuando la economía abrió, decenas y miles de niños aceptaron trabajos en granjas y fábricas.

“Este es un problema grave”, dijo.

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Los expertos dicen que, en el pasado, la mayoría de los estudiantes que perdieron clases debido a crisis como la epidemia de Ébola regresaron cuando las escuelas reabrieron. Pero cuanto más se prolongue la crisis, es menos probable que vuelvan.

Yliana Mérida, investigadora de la Universidad Autónoma de Chiapas, en México, dijo que ahora más que antes, la pandemia ha convertido la educación en un lujo. “Muchos padres optan por: ‘vas a hacer mano de obra para ayudarme en la casa y porque realmente ahorita lo necesitamos’”.

En Nuevo Yibeljol, otra comunidad en las montañas de Chiapas, Samuel Vázquez, de 12 años, observa atentamente mientras su padre, Agustín, escribe sílabas en trozos de papel y los pega en la pared. Se sienta en una silla pequeña junto a su hermano y usan la cama como escritorio. Su padre se arrodilla entre ellos para intentar explicarles la lección.

Acaban de regresar de trabajar en los campos, algo que los hermanos solían hacer sólo los fines de semana. Desde que las escuelas cerraron en marzo, han trabajado entre semana; deshierban y ayudan con los cultivos.

Samuel disfruta del trabajo agrícola y un día quiere cultivar café y árboles frutales como su padre, pero extraña la escuela. Es buen estudiante y ayuda a sus hermanos menores. “Me gustan mucho las sumas y leer”, dice.

Él es de los afortunados porque su padre se toma el tiempo para ayudarlos a estudiar, aunque sólo tiene educación primaria.

“Hago el esfuerzo, pero no es igual que un maestro porque yo soy un campesino”, dice Agustín Vázquez, de 52 años.

Tiene 12 hijos, cuatro de ellos en edad escolar. Estuvo enfermo con COVID-19 y se recuperó. Ahora lo que le preocupa es el futuro.

“No tenemos miedo del coronavirus”, reconoce. “Lo que nos preocupa mucho es la educación, que se está perdiendo”.

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JOTOLCHÉN. — La actual pandemia amenaza el futuro de una generación de niños en todo el mundo para los que el coronavirus ha significado menos educación y más trabajo. Sólo en los países en desarrollo, dos décadas de avances contra el trabajo infantil pueden verse afectados.

Con las aulas cerradas y padres que pierden su trabajo, la lectura, la escritura y las tablas de multiplicar han sido sustituidas por sudor, ampollas y menores esperanzas de una vida mejor para millones de niños.

En lugar de ir a la escuela, los niños de Kenia pican piedras en las canteras. Decenas de miles de menores en India se han volcado a los campos agrícolas y a las fábricas. A lo largo de Latinoamérica —donde niños producen ladrillos, fabrican muebles o limpian los campos de maleza—, lo que antes era contribuir a los quehaceres de la familia, hoy es trabajo de tiempo completo.

Estos niños y adolescentes ganan centavos o, en el mejor de los casos, unos cuantos dólares al día para ayudar a llevar comida en la mesa.

“El trabajo infantil se convierte en un mecanismo de supervivencia para muchas familias”, dice Astrid Hollander, directora de educación de UNICEF México.

Los gobiernos aún analizan cuántos estudiantes han abandonado sus sistemas escolares, pero con el cierre de las aulas, que afecta a casi 1.500 millones de niños en todo el mundo, UNICEF calcula que pueden ser millones.

Los expertos dicen que es menos probable que los niños regresen a la escuela cuanto más tiempo estén suspendidas las clases presenciales. Las repercusiones, especialmente para quienes ya están rezagados, pueden ser menores oportunidades laborales de por vida, menos ingresos potenciales y una mayor probabilidad de pobreza y embarazo precoz.

“Las repercusiones podrían percibirse en las economías y sociedades a lo largo de las próximas décadas”, advirtió en agosto Henrietta Fore, directora ejecutiva de UNICEF, la agencia para la infancia de la ONU. Para al menos 463 millones de niños, cuyas escuelas cerraron, no hay posibilidad de aprendizaje a distancia.

Es, dijo, una “emergencia educativa global”.

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La misma semana que UNICEF estimó el impacto de la pandemia en los menores, en México inició un nuevo año escolar para casi 30 millones de niños. En lugares remotos donde el aprendizaje a distancia no es factible, los maestros entregan cuadernillos trabajo en los pueblos que unas semanas después pasan a buscar.

Joel Hernández, director de una escuela en Jotolchén, en las montañas del centro del estado de Chiapas, explicó que cuando fue a recoger los primeros cuadernillos del curso —un puñado de hojas de ejercicios fotocopiadas—, sólo alrededor del 20% de los estudiantes había completado el trabajo.

Ni Andrés Gómez, de 11 años, ni sus hermanos lo habían hecho. Hasta marzo, cuando la escuela cerró, Andrés pasaba allí casi todas sus mañanas y aprendía a hablar, leer y escribir español —su lengua materna es el tzotzil—. A la salida, se unía a su padre en la mina de ámbar durante unas horas.

Ahora, desde la mañana trabaja en el interior de un túnel oscuro excavado a mano y que carece de soportes o medidas de seguridad. El repique constante del cincel sobre la piedra retumba en el agujero de poco más de un metro de alto donde busca ámbar de rodillas, martillo en mano, linterna anudada a la frente y el sudor cayéndole por la espalda. Agazapado sobre los restos de roca que desgaja, cada golpe va seguido por un jadeo silencioso.

La esperanza es encontrar un trozo de ámbar que acabará convertido en una pieza de joyería. Si es del tamaño de una moneda, le pueden dar entre uno y cinco dólares. Si la bola de la cotizada resina es grande, puede solucionar la vida de la familia un tiempo.

“Lo que quiero es aprender a leer y escribir”, dice.

Andrés podría aprovechar el aprendizaje en línea o televisado, pero como muchos otros, no tiene acceso a computadora o televisión: en su casa de dos cuartos con algunas paredes de madera, la única tecnología es un viejo aparato de música con unos altavoces.

“Si el papá va a milpa, va a cafetal, va a la mina, el niño no va quedar en casa sin hacer nada”, señala Hernández. “Para ellos, sentarse a ver la televisión, si la tienen, es como perder el tiempo”.

Hay siete niños en la familia de Andrés, cuatro en edad escolar. Su hermana de ocho años ayuda a su madre embarazada a lavar ropa y cocinar; Andrés y un hermano mayor trabajan en la mina con su padre.

Los mineros pagan un alquiler mensual al dueño de las tierras para excavar en busca de ámbar, y deben pagarlo tanto si encuentran como si no. Cuando Andrés no está en la mina, ayuda a un tío con el ganado, corta leña y quita maleza. En su tiempo libre vuelve a ser el niño que es, juega a las canicas y ríe.

Extraña la escuela. “Aprendía las vocales, el profe explicaba, copiábamos y saliendo me iba a la mina”, recuerda. Su escuela, salones empapelados con pósters del alfabeto, tablas de multiplicar, dibujos de figuras históricas y mensajes aún escritos en el pizarrón, permanece vacía.

La ley mexicana prohíbe que los menores de 14 años trabajen. Los de menos de 16 no pueden realizar trabajos peligrosos o insalubres. Pero los niños suelen trabajar después de las clases para ayudar a sus familias a salir adelante.

Las autoridades educativas mexicanas indicaron recientemente que las inscripciones para el nuevo año escolar habían bajado alrededor del 10%, pero los maestros advierten que muchos estudiantes se inscriben por costumbre, aunque no participen.

“Probablemente algunos niños deserten, tal vez no en primaria, pero los que salieron en sexto grado este año”, teme Hernández. “Ellos sí es muy probable que no continúen la secundaria. A ellos sí se les va a dificultar”.

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En El Alto, un suburbio ubicado en una parte elevada de La Paz, Bolivia, cinco hermanos de entre 6 y 14 años de edad se envuelven en abrigos y sombreros contra el aire frío de la montaña mientras ellos y sus padres trabajan en el pequeño taller de carpintería familiar.

La más joven, Mariana Geovana, de seis años, habría iniciado el preescolar este año; en lugar de eso, lima muebles en miniatura con pedazos de papel de lija. Jonatan, de 14 y el más experimentado, usa la sierra eléctrica para cortar trozos de madera para camas de muñecas y cajoneras de tamaño completo.

“Me siento frustrado por no poder ir al colegio”, dice. “Se aprende conversando con los compañeros y maestros”.

El gobierno boliviano decidió cancelar el año escolar en agosto porque dijo que no había forma de proveer una educación equitativa a los casi tres millones de estudiantes bolivianos. En un país donde el empleo informal representa el 70% de la economía, el cierre de las escuelas de inmediato puso a trabajar a más niños.

“Hemos visto nuevos niños y adolescentes vender en la calle”, dice Patricia Velasco, gerente de un programa municipal para personas en riesgo en La Paz, la capital. “Se han visto empujados a generar ingresos”.

Al mirar trabajar a Mariana, Jonatan y sus otros hijos —y enviar a los niños mayores a las calles a vender sus productos—, Héctor Delgado, de 54 años, sabe lo que está en riesgo. “Para los estudiantes es una catástrofe el cierre del año escolar. No van a recuperar el tiempo y yo me esfuerzo para que ellos sean más que carpinteros”.

Pero Delgado, jefe del Consejo de Artesanos en El Alto, dijo que la familia había gastado sus ahorros y ahora no tenía dinero para comprar madera y continuar con su negocio.

Él y su esposa, María Luisa, hacen lo que pueden para garantizar que sus hijos no se queden atrás. Bajo la atenta mirada de su madre, los niños trabajan con los libros escolares que recibieron en febrero, al inicio del curso. Cada mañana en el taller, los hace tomar tiempo para estudiar.

El compromiso de la familia con la educación es más evidente en la habitación contigua. Allí, su hijo Cristian, de 21 años, continúa sus clases de administración en línea en una universidad pública.

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Los ladrillos de tierra oscura producidos en las rústicas fábricas de ladrillos de la pequeña ciudad de Tobatí, a 70 kilómetros (43 millas) de Asunción, se utilizan para construir edificios en todo Paraguay. Grandes hornos abiertos hechos de esos mismos ladrillos de barro se encuentran al lado de casi todas las casas; fila tras fila de ladrillos idénticos se secan al aire libre.

Con la ayuda de su hijo de 10 años, Hugo Godoy palea montículos de arcilla y tierra arenosa, preparándose para hacer los ladrillos del día siguiente.

Mientras se apoya en su pala, su hijo se aleja para sentarse con dos infantes junto a la casa: los nietos de Godoy. Su hijo hace más que ayudar en casa: desde que las escuelas dejaron de operar en marzo, Godoy también lo ha enviado a trabajar en una fábrica cercana más grande.

“Hablé con el patrón y le dije que si hacía trabajos ligeros —acercar los materiales, cosas así— le enviaría”, explica Godoy en guaraní, su lengua natal. “Hay muchos niños que trabajan”.

Otro de los hijos de Godoy, quien tiene 15 años, trabaja de tiempo completo en la misma fábrica y gana alrededor de 10 dólares al día cargando ladrillos en camiones altos. Antes de la pandemia trabajaba solo tiempo parcial. “Yo a los más grandes no les hago trabajar acá en casa: vayan por ahí a buscar algo para salvar nuestra situación, les digo”, dijo Godoy.

En Paraguay, los niños de 12 a 14 años solo pueden realizar “tareas ligeras” en las empresas familiares, mientras que los adolescentes de 15 a 17 pueden tener empleos que no figuren en la lista de las 26 “peores formas de trabajo infantil”, siempre que no interfieran con su educación escolar.

Los miembros de las familias de ladrilleros dijeron que el cierre de las escuelas —programado para durar al menos hasta diciembre— ha llevado a muchos niños y adolescentes a trabajar más horas. Y estos horarios nuevos han dificultado que realicen su trabajo escolar virtual.

Un día, Godoy descubrió que su hijo no había hecho sus exámenes. “Entonces le dije que me avise cuando tenga exámenes para no ir a trabajar esos días. Como sea, superaremos y arreglaremos, le dije”.

El gobierno de Paraguay estableció aulas virtuales para el aprendizaje a distancia, pero las familias mencionaron varios costos asociados que incluyen planes de datos de telefonía celular al igual que costos de impresión y copiado de los trabajos escolares de sus hijos. Un informe de UNICEF dijo que 22% de los estudiantes participaba en los salones de clases virtuales, mientras que el 52% trataba de mantenerse al día con las tareas a través de WhatsApp.

“Conozco muchos casos de jóvenes de 15 años a quienes les va bien en el colegio, pero no pueden sostener por los gastos”, dijo Godoy. “Dejan los estudios y ya se ponen a trabajar”.

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En una cantera de Nairobi, Florence Mumbua trabaja junto a sus hijos de 7, 10 y 12 años. Mumbua perdió su trabajo de limpieza en una escuela privada cuando ocurrió la pandemia, y la familia no tiene los recursos para que los niños aprendan en línea. Así que juntos trituran rocas, y cada uno gana alrededor de 65 centavos de dólar por día.

“Tengo que trabajar con ellos porque necesitan comer y, sin embargo, yo gano muy poco dinero. Cuando trabajamos en equipo, podemos ganar el dinero suficiente para nuestro almuerzo, desayuno y cena”, dijo Mumbua.

El trabajo infantil es ilegal en Kenia, como lo es la prostitución infantil, que también ha prosperado desde que las escuelas cerraron.

Mary Mugure, una extrabajadora sexual convertida en activista a través de su organización Night Nurse (Enfermera Nocturna), dice que hasta 1.000 niñas en edad escolar se han convertido en trabajadoras sexuales en los tres vecindarios de Nairobi que monitorea desde que cerraron las escuelas en marzo. La más joven, dijo, tiene 11 años.

En India, Dhananjay Tingal teme que millones de niños más “vuelvan a caer en la trata de personas, el trabajo infantil y el matrimonio infantil por la crisis económica que se avecina”.

Como director ejecutivo de Bachpan Bachao Andolan —un grupo de derechos de los niños cuyo fundador, Kailash Satyarthi, ganó el Premio Nobel de la Paz en 2014— Tingal ha visto con horror cómo crece el trabajo infantil en un país que ya tiene uno de los peores récords del mundo.

Una dura cuarentena nacional impuesta en marzo golpeó a la economía de India y llevó a millones de personas a la pobreza, lo que obligó a muchas familias pobres a poner a sus hijos a trabajar para subsistir. Cuando la economía abrió, decenas y miles de niños aceptaron trabajos en granjas y fábricas.

“Este es un problema grave”, dijo.

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Los expertos dicen que, en el pasado, la mayoría de los estudiantes que perdieron clases debido a crisis como la epidemia de Ébola regresaron cuando las escuelas reabrieron. Pero cuanto más se prolongue la crisis, es menos probable que vuelvan.

Yliana Mérida, investigadora de la Universidad Autónoma de Chiapas, en México, dijo que ahora más que antes, la pandemia ha convertido la educación en un lujo. “Muchos padres optan por: ‘vas a hacer mano de obra para ayudarme en la casa y porque realmente ahorita lo necesitamos’”.

En Nuevo Yibeljol, otra comunidad en las montañas de Chiapas, Samuel Vázquez, de 12 años, observa atentamente mientras su padre, Agustín, escribe sílabas en trozos de papel y los pega en la pared. Se sienta en una silla pequeña junto a su hermano y usan la cama como escritorio. Su padre se arrodilla entre ellos para intentar explicarles la lección.

Acaban de regresar de trabajar en los campos, algo que los hermanos solían hacer sólo los fines de semana. Desde que las escuelas cerraron en marzo, han trabajado entre semana; deshierban y ayudan con los cultivos.

Samuel disfruta del trabajo agrícola y un día quiere cultivar café y árboles frutales como su padre, pero extraña la escuela. Es buen estudiante y ayuda a sus hermanos menores. “Me gustan mucho las sumas y leer”, dice.

Él es de los afortunados porque su padre se toma el tiempo para ayudarlos a estudiar, aunque sólo tiene educación primaria.

“Hago el esfuerzo, pero no es igual que un maestro porque yo soy un campesino”, dice Agustín Vázquez, de 52 años.

Tiene 12 hijos, cuatro de ellos en edad escolar. Estuvo enfermo con COVID-19 y se recuperó. Ahora lo que le preocupa es el futuro.

“No tenemos miedo del coronavirus”, reconoce. “Lo que nos preocupa mucho es la educación, que se está perdiendo”.

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“Las repercusiones podrían percibirse en las economías y sociedades a lo largo de las próximas décadas”, advirtió en agosto Henrietta Fore, directora ejecutiva de UNICEF, la agencia para la infancia de la ONU. Para al menos 463 millones de niños, cuyas escuelas cerraron, no hay posibilidad de aprendizaje a distancia.

Es, dijo, una “emergencia educativa global”.

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La misma semana que UNICEF estimó el impacto de la pandemia en los menores, en México inició un nuevo año escolar para casi 30 millones de niños. En lugares remotos donde el aprendizaje a distancia no es factible, los maestros entregan cuadernillos trabajo en los pueblos que unas semanas después pasan a buscar.

Joel Hernández, director de una escuela en Jotolchén, en las montañas del centro del estado de Chiapas, explicó que cuando fue a recoger los primeros cuadernillos del curso —un puñado de hojas de ejercicios fotocopiadas—, sólo alrededor del 20% de los estudiantes había completado el trabajo.

Ni Andrés Gómez, de 11 años, ni sus hermanos lo habían hecho. Hasta marzo, cuando la escuela cerró, Andrés pasaba allí casi todas sus mañanas y aprendía a hablar, leer y escribir español —su lengua materna es el tzotzil—. A la salida, se unía a su padre en la mina de ámbar durante unas horas.

Ahora, desde la mañana trabaja en el interior de un túnel oscuro excavado a mano y que carece de soportes o medidas de seguridad. El repique constante del cincel sobre la piedra retumba en el agujero de poco más de un metro de alto donde busca ámbar de rodillas, martillo en mano, linterna anudada a la frente y el sudor cayéndole por la espalda. Agazapado sobre los restos de roca que desgaja, cada golpe va seguido por un jadeo silencioso.

La esperanza es encontrar un trozo de ámbar que acabará convertido en una pieza de joyería. Si es del tamaño de una moneda, le pueden dar entre uno y cinco dólares. Si la bola de la cotizada resina es grande, puede solucionar la vida de la familia un tiempo.

“Lo que quiero es aprender a leer y escribir”, dice.

Andrés podría aprovechar el aprendizaje en línea o televisado, pero como muchos otros, no tiene acceso a computadora o televisión: en su casa de dos cuartos con algunas paredes de madera, la única tecnología es un viejo aparato de música con unos altavoces.

“Si el papá va a milpa, va a cafetal, va a la mina, el niño no va quedar en casa sin hacer nada”, señala Hernández. “Para ellos, sentarse a ver la televisión, si la tienen, es como perder el tiempo”.

Hay siete niños en la familia de Andrés, cuatro en edad escolar. Su hermana de ocho años ayuda a su madre embarazada a lavar ropa y cocinar; Andrés y un hermano mayor trabajan en la mina con su padre.

Los mineros pagan un alquiler mensual al dueño de las tierras para excavar en busca de ámbar, y deben pagarlo tanto si encuentran como si no. Cuando Andrés no está en la mina, ayuda a un tío con el ganado, corta leña y quita maleza. En su tiempo libre vuelve a ser el niño que es, juega a las canicas y ríe.

Extraña la escuela. “Aprendía las vocales, el profe explicaba, copiábamos y saliendo me iba a la mina”, recuerda. Su escuela, salones empapelados con pósters del alfabeto, tablas de multiplicar, dibujos de figuras históricas y mensajes aún escritos en el pizarrón, permanece vacía.

La ley mexicana prohíbe que los menores de 14 años trabajen. Los de menos de 16 no pueden realizar trabajos peligrosos o insalubres. Pero los niños suelen trabajar después de las clases para ayudar a sus familias a salir adelante.

Las autoridades educativas mexicanas indicaron recientemente que las inscripciones para el nuevo año escolar habían bajado alrededor del 10%, pero los maestros advierten que muchos estudiantes se inscriben por costumbre, aunque no participen.

“Probablemente algunos niños deserten, tal vez no en primaria, pero los que salieron en sexto grado este año”, teme Hernández. “Ellos sí es muy probable que no continúen la secundaria. A ellos sí se les va a dificultar”.

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En El Alto, un suburbio ubicado en una parte elevada de La Paz, Bolivia, cinco hermanos de entre 6 y 14 años de edad se envuelven en abrigos y sombreros contra el aire frío de la montaña mientras ellos y sus padres trabajan en el pequeño taller de carpintería familiar.

La más joven, Mariana Geovana, de seis años, habría iniciado el preescolar este año; en lugar de eso, lima muebles en miniatura con pedazos de papel de lija. Jonatan, de 14 y el más experimentado, usa la sierra eléctrica para cortar trozos de madera para camas de muñecas y cajoneras de tamaño completo.

“Me siento frustrado por no poder ir al colegio”, dice. “Se aprende conversando con los compañeros y maestros”.

El gobierno boliviano decidió cancelar el año escolar en agosto porque dijo que no había forma de proveer una educación equitativa a los casi tres millones de estudiantes bolivianos. En un país donde el empleo informal representa el 70% de la economía, el cierre de las escuelas de inmediato puso a trabajar a más niños.

“Hemos visto nuevos niños y adolescentes vender en la calle”, dice Patricia Velasco, gerente de un programa municipal para personas en riesgo en La Paz, la capital. “Se han visto empujados a generar ingresos”.

Al mirar trabajar a Mariana, Jonatan y sus otros hijos —y enviar a los niños mayores a las calles a vender sus productos—, Héctor Delgado, de 54 años, sabe lo que está en riesgo. “Para los estudiantes es una catástrofe el cierre del año escolar. No van a recuperar el tiempo y yo me esfuerzo para que ellos sean más que carpinteros”.

Pero Delgado, jefe del Consejo de Artesanos en El Alto, dijo que la familia había gastado sus ahorros y ahora no tenía dinero para comprar madera y continuar con su negocio.

Él y su esposa, María Luisa, hacen lo que pueden para garantizar que sus hijos no se queden atrás. Bajo la atenta mirada de su madre, los niños trabajan con los libros escolares que recibieron en febrero, al inicio del curso. Cada mañana en el taller, los hace tomar tiempo para estudiar.

El compromiso de la familia con la educación es más evidente en la habitación contigua. Allí, su hijo Cristian, de 21 años, continúa sus clases de administración en línea en una universidad pública.

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Los ladrillos de tierra oscura producidos en las rústicas fábricas de ladrillos de la pequeña ciudad de Tobatí, a 70 kilómetros (43 millas) de Asunción, se utilizan para construir edificios en todo Paraguay. Grandes hornos abiertos hechos de esos mismos ladrillos de barro se encuentran al lado de casi todas las casas; fila tras fila de ladrillos idénticos se secan al aire libre.

Con la ayuda de su hijo de 10 años, Hugo Godoy palea montículos de arcilla y tierra arenosa, preparándose para hacer los ladrillos del día siguiente.

Mientras se apoya en su pala, su hijo se aleja para sentarse con dos infantes junto a la casa: los nietos de Godoy. Su hijo hace más que ayudar en casa: desde que las escuelas dejaron de operar en marzo, Godoy también lo ha enviado a trabajar en una fábrica cercana más grande.

“Hablé con el patrón y le dije que si hacía trabajos ligeros —acercar los materiales, cosas así— le enviaría”, explica Godoy en guaraní, su lengua natal. “Hay muchos niños que trabajan”.

Otro de los hijos de Godoy, quien tiene 15 años, trabaja de tiempo completo en la misma fábrica y gana alrededor de 10 dólares al día cargando ladrillos en camiones altos. Antes de la pandemia trabajaba solo tiempo parcial. “Yo a los más grandes no les hago trabajar acá en casa: vayan por ahí a buscar algo para salvar nuestra situación, les digo”, dijo Godoy.

En Paraguay, los niños de 12 a 14 años solo pueden realizar “tareas ligeras” en las empresas familiares, mientras que los adolescentes de 15 a 17 pueden tener empleos que no figuren en la lista de las 26 “peores formas de trabajo infantil”, siempre que no interfieran con su educación escolar.

Los miembros de las familias de ladrilleros dijeron que el cierre de las escuelas —programado para durar al menos hasta diciembre— ha llevado a muchos niños y adolescentes a trabajar más horas. Y estos horarios nuevos han dificultado que realicen su trabajo escolar virtual.

Un día, Godoy descubrió que su hijo no había hecho sus exámenes. “Entonces le dije que me avise cuando tenga exámenes para no ir a trabajar esos días. Como sea, superaremos y arreglaremos, le dije”.

El gobierno de Paraguay estableció aulas virtuales para el aprendizaje a distancia, pero las familias mencionaron varios costos asociados que incluyen planes de datos de telefonía celular al igual que costos de impresión y copiado de los trabajos escolares de sus hijos. Un informe de UNICEF dijo que 22% de los estudiantes participaba en los salones de clases virtuales, mientras que el 52% trataba de mantenerse al día con las tareas a través de WhatsApp.

“Conozco muchos casos de jóvenes de 15 años a quienes les va bien en el colegio, pero no pueden sostener por los gastos”, dijo Godoy. “Dejan los estudios y ya se ponen a trabajar”.

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En una cantera de Nairobi, Florence Mumbua trabaja junto a sus hijos de 7, 10 y 12 años. Mumbua perdió su trabajo de limpieza en una escuela privada cuando ocurrió la pandemia, y la familia no tiene los recursos para que los niños aprendan en línea. Así que juntos trituran rocas, y cada uno gana alrededor de 65 centavos de dólar por día.

“Tengo que trabajar con ellos porque necesitan comer y, sin embargo, yo gano muy poco dinero. Cuando trabajamos en equipo, podemos ganar el dinero suficiente para nuestro almuerzo, desayuno y cena”, dijo Mumbua.

El trabajo infantil es ilegal en Kenia, como lo es la prostitución infantil, que también ha prosperado desde que las escuelas cerraron.

Mary Mugure, una extrabajadora sexual convertida en activista a través de su organización Night Nurse (Enfermera Nocturna), dice que hasta 1.000 niñas en edad escolar se han convertido en trabajadoras sexuales en los tres vecindarios de Nairobi que monitorea desde que cerraron las escuelas en marzo. La más joven, dijo, tiene 11 años.

En India, Dhananjay Tingal teme que millones de niños más “vuelvan a caer en la trata de personas, el trabajo infantil y el matrimonio infantil por la crisis económica que se avecina”.

Como director ejecutivo de Bachpan Bachao Andolan —un grupo de derechos de los niños cuyo fundador, Kailash Satyarthi, ganó el Premio Nobel de la Paz en 2014— Tingal ha visto con horror cómo crece el trabajo infantil en un país que ya tiene uno de los peores récords del mundo.

Una dura cuarentena nacional impuesta en marzo golpeó a la economía de India y llevó a millones de personas a la pobreza, lo que obligó a muchas familias pobres a poner a sus hijos a trabajar para subsistir. Cuando la economía abrió, decenas y miles de niños aceptaron trabajos en granjas y fábricas.

“Este es un problema grave”, dijo.

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Los expertos dicen que, en el pasado, la mayoría de los estudiantes que perdieron clases debido a crisis como la epidemia de Ébola regresaron cuando las escuelas reabrieron. Pero cuanto más se prolongue la crisis, es menos probable que vuelvan.

Yliana Mérida, investigadora de la Universidad Autónoma de Chiapas, en México, dijo que ahora más que antes, la pandemia ha convertido la educación en un lujo. “Muchos padres optan por: ‘vas a hacer mano de obra para ayudarme en la casa y porque realmente ahorita lo necesitamos’”.

En Nuevo Yibeljol, otra comunidad en las montañas de Chiapas, Samuel Vázquez, de 12 años, observa atentamente mientras su padre, Agustín, escribe sílabas en trozos de papel y los pega en la pared. Se sienta en una silla pequeña junto a su hermano y usan la cama como escritorio. Su padre se arrodilla entre ellos para intentar explicarles la lección.

Acaban de regresar de trabajar en los campos, algo que los hermanos solían hacer sólo los fines de semana. Desde que las escuelas cerraron en marzo, han trabajado entre semana; deshierban y ayudan con los cultivos.

Samuel disfruta del trabajo agrícola y un día quiere cultivar café y árboles frutales como su padre, pero extraña la escuela. Es buen estudiante y ayuda a sus hermanos menores. “Me gustan mucho las sumas y leer”, dice.

Él es de los afortunados porque su padre se toma el tiempo para ayudarlos a estudiar, aunque sólo tiene educación primaria.

“Hago el esfuerzo, pero no es igual que un maestro porque yo soy un campesino”, dice Agustín Vázquez, de 52 años.

Tiene 12 hijos, cuatro de ellos en edad escolar. Estuvo enfermo con COVID-19 y se recuperó. Ahora lo que le preocupa es el futuro.

“No tenemos miedo del coronavirus”, reconoce. “Lo que nos preocupa mucho es la educación, que se está perdiendo”.

 

 

 

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