Ciudad de México. Hace un par de semanas que la generación 2019-2023 se internó en la Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, el mismo sitio donde hace cinco años un grupo de 140 jóvenes iniciaba su semana de prueba. Días después, 43 de ellos fueron desaparecidos.
Desde entonces los cambios son mínimos. Los jóvenes que acaban de ingresar —como Ramiro, originario de la Tierra Caliente y quien cambió su nombre— fueron sometidos a las mismas prácticas: “Nos raparon y mandaron a Ciudad de México para una marcha”, cuenta desde la Normal y con el temor de que sus compañeros lo vean.
En los primeros días, los estudiantes reciben un apodo, los obligaron a limpiar los baños, las aulas, asear el ganado, alimentar a los puercos y duras prácticas de ejercicio y disciplina. “Como una escuela militar”, piensa Ramiro.
“Siempre ha sido una escuela combativa, ha tenido una vela política con ideales de izquierda enfocados en lo académico y lo político, que es en lo que más voy a trabajar ahorita”, dice su director Víctor Gerardo Díaz, un ex alumno y docente de la Normal que asumió el cargo en 2017.
Sobre las novatadas, dice, “no puedo hacer nada, esas son decisiones que toma la Federación de Estudiantes y que históricamente se han practicado”.
En agosto, Ayotzinapa registró más 800 solicitudes de admisión, una cifra récord después de tres años “complicados, tristes y de muchos conflictos”, cuenta el director desde la cancha de la Normal, donde permanecen 43 bancas en memoria de los estudiantes.
La matrícula entre 2015 y 2017 descendió a casi la mitad, de los 522 lugares se ocuparon 255: “Las solicitudes no llegaban a 200. La escuela se encontraba en el olvido administrativo y no por culpa del movimiento, sino por las omisiones. Recibí una escuela triste, con coraje, pero también con unos jóvenes que no sabían qué hacer, para dónde caminar, para dónde darle”.
En 2015, el movimiento de los 43 desaparecidos acaparó el control de la Normal; establecieron que los alumnos de otros grados no podía seguir con sus estudios hasta la aparición con vida de sus hijos.
Entre 2015 y 2016, los estudiantes pasaron 90 por ciento de su tiempo en movilizaciones, tomando camiones y aleccionándose políticamente, como le ocurrió a Pedro Domínguez el año pasado, quien logró graduarse junto a otros 72 compañeros.
“Estuvimos un años sin clases y había mucha movilización, nos mandaban a caravanas, teníamos que ir a marchas o al mitin; sí nos afectó a todos los compañeros, un año sin conocimiento, no podemos decir que estamos preparados ciento por ciento”, cuenta.
Las nuevas generaciones “estamos obligados a seguir el camino”, explica Ramiro, de nuevo ingreso y quien llegó a la Normal pese a las negativas de su familia: “Pero tampoco tenía muchas opciones, las escuelas de por aquí son caras. Además aquí te dan de comer y tienes donde dormir, lo que me dan de beca es todo para mí”.
Para Humberto Santos, ex director de la Normal, el camino de las protestas es el incorrecto y peor aún, el de ver el oficio de maestro “como una chamba y no como el compromiso ético que conlleva”.
“Se convirtió en un negocio y los sindicatos han visto en los normalistas a su clientela y pasa en todas las normales, los jóvenes van porque les prometen una plaza, no por el deseo de transformar la educación en México”.
En abril, un grupo de normalistas rapó a dos maestros adheridos al SNTE. Los agredidos acusaron al actual director de usar a los estudiantes para agredir a los que discrepan con la CNTE.
Díaz se deslindó del ataque, pero para Santos “el hecho habla de un desencuentro que permea en los estudiantes y habla de la frivolidad del director”.
Este año no tendrán que tomar camiones, pero sí gestionan las movilizaciones en Guerrero y CdMx; han logrado un acuerdo con las empresas de autobuses para que cedan unidades, aunque de manera implícita el trato lleva una amenaza; los estudiantes se dicen distintos a las generaciones pasadas, pues esta vez no irán por los autobuses a la central camionera ni mucho menos a Iguala.
MÉXICO.- Hace un par de semanas que la generación 2019-2023 se internó en la Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, el mismo sitio donde hace cinco años un grupo de 140 jóvenes iniciaba su semana de prueba. Días después, 43 de ellos fueron desaparecidos. Desde entonces los cambios son mínimos. Los jóvenes que acaban de ingresar —como Ramiro, originario de la Tierra Caliente y quien cambió su nombre— fueron sometidos a las mismas prácticas: “Nos raparon y mandaron a Ciudad de México para una marcha”, cuenta desde la Normal y con el temor de que sus compañeros lo vean.
En los primeros días, los estudiantes reciben un apodo, los obligaron a limpiar los baños, las aulas, asear el ganado, alimentar a los puercos y duras prácticas de ejercicio y disciplina. “Como una escuela militar”, piensa Ramiro. “Siempre ha sido una escuela combativa, ha tenido una vela política con ideales de izquierda enfocados en lo académico y lo político, que es en lo que más voy a trabajar ahorita”, dice su director Víctor Gerardo Díaz, un ex alumno y docente de la Normal que asumió el cargo en 2017. Sobre las novatadas, dice, “no puedo hacer nada, esas son decisiones que toma la Federación de Estudiantes y que históricamente se han practicado”.
En agosto, Ayotzinapa registró más 800 solicitudes de admisión, una cifra récord después de tres años “complicados, tristes y de muchos conflictos”, cuenta el director desde la cancha de la Normal, donde permanecen 43 bancas en memoria de los estudiantes. La matrícula entre 2015 y 2017 descendió a casi la mitad, de los 522 lugares se ocuparon 255: “Las solicitudes no llegaban a 200. La escuela se encontraba en el olvido administrativo y no por culpa del movimiento, sino por las omisiones. Recibí una escuela triste, con coraje, pero también con unos jóvenes que no sabían qué hacer, para dónde caminar, para dónde darle”.
En 2015, el movimiento de los 43 desaparecidos acaparó el control de la Normal; establecieron que los alumnos de otros grados no podía seguir con sus estudios hasta la aparición con vida de sus hijos. Entre 2015 y 2016, los estudiantes pasaron 90 por ciento de su tiempo en movilizaciones, tomando camiones y aleccionándose políticamente, como le ocurrió a Pedro Domínguez el año pasado, quien logró graduarse junto a otros 72 compañeros. “Estuvimos un años sin clases y había mucha movilización, nos mandaban a caravanas, teníamos que ir a marchas o al mitin; sí nos afectó a todos los compañeros, un año sin conocimiento, no podemos decir que estamos preparados ciento por ciento”, cuenta.
Las nuevas generaciones “estamos obligados a seguir el camino”, explica Ramiro, de nuevo ingreso y quien llegó a la Normal pese a las negativas de su familia: “Pero tampoco tenía muchas opciones, las escuelas de por aquí son caras. Además aquí te dan de comer y tienes donde dormir, lo que me dan de beca es todo para mí”.
Para Humberto Santos, ex director de la Normal, el camino de las protestas es el incorrecto y peor aún, el de ver el oficio de maestro “como una chamba y no como el compromiso ético que conlleva”.
“Se convirtió en un negocio y los sindicatos han visto en los normalistas a su clientela y pasa en todas las normales, los jóvenes van porque les prometen una plaza, no por el deseo de transformar la educación en México”.
En abril, un grupo de normalistas rapó a dos maestros adheridos al SNTE. Los agredidos acusaron al actual director de usar a los estudiantes para agredir a los que discrepan con la CNTE. Díaz se deslindó del ataque, pero para Santos “el hecho habla de un desencuentro que permea en los estudiantes y habla de la frivolidad del director”.
Este año no tendrán que tomar camiones, pero sí gestionan las movilizaciones en Guerrero y CdMx; han logrado un acuerdo con las empresas de autobuses para que cedan unidades, aunque de manera implícita el trato lleva una amenaza; los estudiantes se dicen distintos a las generaciones pasadas, pues esta vez no irán por los autobuses a la central camionera ni mucho menos a Iguala.
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Ciudad de México. Hace un par de semanas que la generación 2019-2023 se internó en la Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, el mismo sitio donde hace cinco años un grupo de 140 jóvenes iniciaba su semana de prueba. Días después, 43 de ellos fueron desaparecidos.
Desde entonces los cambios son mínimos. Los jóvenes que acaban de ingresar —como Ramiro, originario de la Tierra Caliente y quien cambió su nombre— fueron sometidos a las mismas prácticas: “Nos raparon y mandaron a Ciudad de México para una marcha”, cuenta desde la Normal y con el temor de que sus compañeros lo vean.
En los primeros días, los estudiantes reciben un apodo, los obligaron a limpiar los baños, las aulas, asear el ganado, alimentar a los puercos y duras prácticas de ejercicio y disciplina. “Como una escuela militar”, piensa Ramiro.
“Siempre ha sido una escuela combativa, ha tenido una vela política con ideales de izquierda enfocados en lo académico y lo político, que es en lo que más voy a trabajar ahorita”, dice su director Víctor Gerardo Díaz, un ex alumno y docente de la Normal que asumió el cargo en 2017.
Sobre las novatadas, dice, “no puedo hacer nada, esas son decisiones que toma la Federación de Estudiantes y que históricamente se han practicado”.
En agosto, Ayotzinapa registró más 800 solicitudes de admisión, una cifra récord después de tres años “complicados, tristes y de muchos conflictos”, cuenta el director desde la cancha de la Normal, donde permanecen 43 bancas en memoria de los estudiantes.
La matrícula entre 2015 y 2017 descendió a casi la mitad, de los 522 lugares se ocuparon 255: “Las solicitudes no llegaban a 200. La escuela se encontraba en el olvido administrativo y no por culpa del movimiento, sino por las omisiones. Recibí una escuela triste, con coraje, pero también con unos jóvenes que no sabían qué hacer, para dónde caminar, para dónde darle”.
En 2015, el movimiento de los 43 desaparecidos acaparó el control de la Normal; establecieron que los alumnos de otros grados no podía seguir con sus estudios hasta la aparición con vida de sus hijos.
Entre 2015 y 2016, los estudiantes pasaron 90 por ciento de su tiempo en movilizaciones, tomando camiones y aleccionándose políticamente, como le ocurrió a Pedro Domínguez el año pasado, quien logró graduarse junto a otros 72 compañeros.
“Estuvimos un años sin clases y había mucha movilización, nos mandaban a caravanas, teníamos que ir a marchas o al mitin; sí nos afectó a todos los compañeros, un año sin conocimiento, no podemos decir que estamos preparados ciento por ciento”, cuenta.
Las nuevas generaciones “estamos obligados a seguir el camino”, explica Ramiro, de nuevo ingreso y quien llegó a la Normal pese a las negativas de su familia: “Pero tampoco tenía muchas opciones, las escuelas de por aquí son caras. Además aquí te dan de comer y tienes donde dormir, lo que me dan de beca es todo para mí”.
Para Humberto Santos, ex director de la Normal, el camino de las protestas es el incorrecto y peor aún, el de ver el oficio de maestro “como una chamba y no como el compromiso ético que conlleva”.
“Se convirtió en un negocio y los sindicatos han visto en los normalistas a su clientela y pasa en todas las normales, los jóvenes van porque les prometen una plaza, no por el deseo de transformar la educación en México”.
En abril, un grupo de normalistas rapó a dos maestros adheridos al SNTE. Los agredidos acusaron al actual director de usar a los estudiantes para agredir a los que discrepan con la CNTE.
Díaz se deslindó del ataque, pero para Santos “el hecho habla de un desencuentro que permea en los estudiantes y habla de la frivolidad del director”.
Este año no tendrán que tomar camiones, pero sí gestionan las movilizaciones en Guerrero y CdMx; han logrado un acuerdo con las empresas de autobuses para que cedan unidades, aunque de manera implícita el trato lleva una amenaza; los estudiantes se dicen distintos a las generaciones pasadas, pues esta vez no irán por los autobuses a la central camionera ni mucho menos a Iguala.