Residente mexicano viaja a Perú para vacunarse contra Covid-19

Una vez que llegues, deberás guardar 10 días de cuarentena obligatoria. Si incumples, y te descubre la policía, pagarás una multa cercana al millón de pesos mexicanos, y te encerrarán en una residencia sanitaria por 14 días

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MÉXICO.- Entonces se abre la posibilidad de que, en tu país, te vacunen contra el covid-19. Tendrías que viajar ya, a sabiendas de que todo podría resultar en un fallido intento: sí, trabajas en el sector salud, pero este año, por la pandemia, te quedaste en México y eso da entrada para que, en un país tan facho como el tuyo, te pongan miles de peros.

Aún así, no lo piensas dos veces: tomarás la oportunidad porque padeces una enfermedad crónica. Además, tienes 43 años y eso, en México, significa que te vacunarán sabe hasta cuándo. Tu primera inquietud es viajar 12 horas en un avión. O más, si es que compras un boleto con escalas. ¿Y si me contagio?, te preocupas.

Llevas el año de la pandemia siendo estricto con las medidas sanitarias. Lo que menos buscas es tenértelas que ver con el bicho. Te despreocupas cuando recuerdas que en tu país no se comparan los niveles de saturación de hospitales como en México. Que allá, ni siquiera hay filas de gente buscando oxígeno. Que las medidas fascistas y punitivas que ordenó el gobierno han medio controlado el contagio. Y que, lo que sí se ha esparcido, es la pobreza y la violencia. Buscas un vuelo. Nunca has visto precios tan bajos. Menos ahora que es verano en tu país.

Para tu mala suerte, no hay vuelos directos. Salvo en Aeroméxico, pero esos sí están bien pinches caros. Ni modo: tendrás que reservar el que hace escala en Lima. Aprovecharás la parada de dos horas para comerte un ceviche. Uy, no: pensándolo bien, sacarte la mascarilla en un aeropuerto es igual de riesgoso que asistir a una iglesia. Ni modo: al dutty free, que ése nunca se detiene. Antes de comprar el boleto, revisas los requisitos que solicitan para entrar a tu país: una PCR que haya sido tomada, máximo, 48 horas antes de aterrizar en el último destino.

Una vez que llegues, deberás guardar 10 días de cuarentena obligatoria. Si incumples, y te pilla la policía, pagarás una multa cercana al millón de pesos mexicanos, y te encerrarán en una residencia sanitaria por 14 días. Si quieres salir antes del día 10, debes tomarte una PCR al día 7 y, una vez con los resultados positivos, podrás salir pero sólo hasta las 10 de la noche, cuando empieza el toque de queda. En tu país, tu seguro privado cubre todas las PCR que quieras tomarte. Si las tuvieras que comprar, te costarían 650 pesos mexicanos y los resultados los recibes en 12 horas. Eso no te preocupa, por supuesto. Te preocupa que, aquí en México, sí acudan a tomarte la PCR: los cabrones de los Laboratorios Diagnomol te confirmaron que vendrían a las 6 de la tarde y ahora te han enviado un desfachatado mensaje para avisarte que se les ponchó la llanta y que no podrán llegar.

Te enojas porque les dijiste que te urgían, que te ibas de viaje. Y ahora, si no te realizan la PCR, el boleto que ya compraste tendrás que cambiarlo y se irá por el caño lo que te ahorraste. Eso repruebas de México: la irresponsabilidad de la gente. Llamas desesperado a otros laboratorios. Y parece que alguien sí quiere que viajes porque te dicen que todavía hay un técnico rondando por tu barrio, que en menos de media hora se aparecerá para la toma de muestra. Uf. Eso también te estresa de México: el vivir siempre al límite. Por eso abordas el Uber al aeropuerto con varias horas de antelación. Y qué bueno que lo has hecho: el conductor te ha dejado en la terminal equivocada y, ahora, necesitas subirte al tren. Le preguntas a un hombre si sabe dónde está la estación. Él agarra tu maleta y te encamina hacia ella. Qué amable, piensas. Pero no: el tipo te exige propina. En otro momento discutirías. No tienes tiempo. Le das unos billetes de tu país. No tengo más, le dices. Ahí están las casas de cambio. Cuando ya estás en la terminal correcta, lo primero que sientes es una suerte de neurosis generalizada.

Es decir: comprendes, como el resto de la gente, que nadie está seguro de no contagiarse. Por eso nadie se quita el doble cubrebocas ni la careta. Por eso los restaurantes están vacíos. Por eso todos tratan de estar lejos de todos. Menos esa familia de cuatro que trae puestos unos cascos transparentes y que viene vestida con trajes médicos de diferentes colores, como si fueran integrantes de Parchís. A esa tensión, súmale la lentitud con la que ahora se documenta al pasajero, pues no sólo hay que entregar el pasaporte y el boleto. Ahora también hay que entregar la PCR y llenar una especie de pasaporte sanitario y declaraciones juramentadas, requisitos indispensables en tu país. En la sala de embarque, te piden que no hagas filas. Obedeces. Mas no los pasajeros mexicanos, a quienes tendrán que repetirles, en varias ocasiones, que no necesitan formarse. Todos, hasta tú, están nerviosos.

Y lo estarán más cuando lleguen a Lima, pero ya me estoy adelantando. Entonces te trepas al avión y notas la decadencia de la aerolínea: los asientos son viejos, sólo hay un par de sobrecargos y son pocos los pasajeros. Estás seguro de que sacaron un avión en desuso, uno como de los ochenta, y que la aerolínea pronto quebrará. “Bienvenido a bordo: para su tranquilidad, el avión cuenta con filtro que elimina el 99 por ciento de los virus que circulan en el aire.

 

Por su seguridad, no se retire el cubrebocas ni la careta durante todo vuelo, excepto para tomar líquidos”, anuncia una de las sobrecargo y tú te imaginas a miles de virus encima de ustedes, riéndose del filtro. Serán seis horas de tensión en estado puro. O al menos a esa conclusión llegas porque no toda la gente a tu alrededor acepta las bebidas que, sólo en una ocasión, ofrecen las sobrecargo. Tú decides voltear hacia la ventanilla, contando las horas para aterrizar. Y entonces, cuando aterrices, querrás despegar: Porque resulta que en Lima meten a todos los pasajeros en un minibús.

En el avión se veía poca gente, cierto, pero ahora van más apretados que los frijoles. ¿Para qué cuidarse tanto?, te preguntas, mientras envidias los cascos y los trajes médicos de la familia Parchís. Apenas llegas a la terminal, compruebas que hay cero opción de comer en algún restaurante: no hay clientes. Es como si hubiera un letrero que dijera: “No te atrevas”. Y aunque te chillan las tripas, mejor caminas hacia la puerta de embarque para tu próximo vuelo. Ahí te piden la PCR. El tipo que revisa tu documentación se toma tanto tiempo que pareciera que está interpretando una tomografía. A diferencia del aeropuerto mexicano, en el de Lima hay demasiadas personas. Por eso hay gente que se ha replegado a las esquinas, para evitar los grupos de jóvenes, cuya cosmovisión de la sana distancia es muy diferente a lo recomendable por la OMS.

A abordar. Otro avión antiguo. Otro avión con menos de la mitad de pasajeros. Otro avión de mierda. Otro viaje, aún más desgastante. Otra aerolínea que quebrará. Te urge aterrizar. En tu país, eres uno de los 15 seleccionados a quienes les tomarán la PCR. Juras que tu mala suerte ha tenido que ver con que vienes de México. Un oficial te interroga: ¿qué hacías en México?, ¿a qué te dedicas?, ¿Dónde vive tu familia?, ¿en qué domicilio harás la cuarentena obligada? Todo, mientras te pide la PCR mexicana, tus declaraciones juramentadas y el pasaporte sanitario. A la enfermera que te realiza la prueba, le preguntas si es mucha la gente que da positivo. Te responde que sí.

“En varios países venden certificados de salud falsos. México es uno de ellos”. ¿Y qué les pasa a esas personas?, tienes ganas de preguntarle, pero ella misma te saca de la duda: “Pasajero que salga positivo, pasajero que se va 14 días a la residencia sanitaria”. Tú no te irás porque resultas negativo. Entonces te vas derechito al departamento que rentaste en Airbnb, en un edificio al sur de la ciudad. No quieres llegar a casa de tus hermanas por miedo a que te hayas contagiado durante el trayecto. En el edificio, un conserje mal encarado te recibe levantando la ceja y diciéndote que, como viajaste desde el extranjero, estás obligado a no salir del departamento para nada. “Si lo hace, me veré obligado a denunciarlo”.

¿Es usted policía?, le preguntas. “No, pero es mi obligación”. Llamas al dueño del departamento y, frente a la cara del conserje, le dices que prefieres cancelar porque no vas a tolerar a un discípulo de Hitler. Así que terminas en casa de una de tus hermanas, donde te cuentan los vaivenes gubernamentales de la pandemia. Tu presidente, como casi todos, tienen la cagada, pero como buenos hijos del neoliberalismo hicieron tratos con China y el gobierno consiguió más vacunas de las que necesitan.

De hecho, estiman vacunar a toda la población para junio. Tus abuelos ya están vacunados. También tus padres. Es raro: te sientes más seguro en tu país, pero es tan facho que prefieres la libertad con la que vives en México. Así que apenas te vacunen, te regresas. Ahora estás en el día 7 de la cuarentena. Te tomas la PCR. 12 horas después sabes que eres negativo. Al fin abrazas a tu familia. Y lloran porque quién no va a llorar después de un año sin verse. Al día siguiente, acudes a un vacunatorio privado, pero donde la vacuna es gratuita.

Presentas tus documentos. Todo en orden. Te formas al lado de los adultos mayores que oscilan entre los 80 y 90 años. Aunque eres joven, tienes las mismas posibilidades de contagiarte y pasarla muy mal por tu enfermedad crónica. Si para ti la vacuna representa vivir sin temor, imagínate lo que significa para los adultos mayores. La enfermera te informa que van a inmunizarte con la vacuna Sinovak. Que esta es la primera dosis y que, en 28 días, te inyectarán la segunda. Que puede haber efectos secundarios. Que durante media hora estarás en observación. Que te entregarán un carnet.

Otra vez es raro: después de que te vacunan, caminas por la vida con otro mood. “Dejas de tener miedo, te juntas con gente, te despreocupas del alcohol gel. No digo que te valga, sigues cuidándote, pero se te va el temor interno de que te puedes morirte por el covid-19”.

Tus amigas y amigos también lloraron cuando los vacunaron. “Te da emoción, es un descanso, es volver a planear a largo plazo. Sientes como si la pandemia ya se estuviera acabando”. Pero no. 

 

 

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