Al Doctor, que siempre será más sabio que yo.
Sin papeles ni más señas particulares que una ordinaria y procaz cicatriz en el abdomen inferior, producto de un vacilante bisturí que te extrajo el apéndice cuando apenas cumplías dieciséis, encontrándote escaso de señas, decía, la identificación de tus despojos, de tu cuerpo frío y sin vida, tomaría mucho más tiempo del que nadie hubiera estimado.
Rígido y encuerado yacías, por más horas de las que hubieses anticipado, en esa plancha de acero inoxidable que, por fortuna, alcanzaste a ocupar antes de que se abarrotara de apuñalados, balaceados y policontusos el anfiteatro de la agencia del ministerio público correspondiente al municipio en el que palmaste, y que por falta de espacio, no pudieron compartir tu dudoso privilegio de ocupar una plancha en exclusiva, sino que tuvieron que ser apilados uno sobre otro para racionalizar la infraestructura.
Encuerado, con descaro y sin pudor, como si fuese una mala broma en perjuicio de tu madre que con tanto esmero e ignorancia te impuso el estándar prohibitivo de tus genitales, asociados al pecado original, a la traición de la carne, a la blasfemia de Dios.
Así yacías, José, clasificado como cadáver pendiente de identificar, prácticamente genérico, fungible, no obstante la reiteración enfermiza de tu madre y tu padre en el sentido de que eras único, irrepetible. ¡Al carajo! Si entre tanto muerto encuerado el médico legista solamente diferenciaba por número de serie y hora de llegada.
El origen era simple y muy poco original, un infarto masivo fulminante mientras esperabas tu auto en el valet parking tan solo cuarenta y ocho horas antes. Sí, sencillo. Y ni siquiera era un tema de que aquella noche hubieses evitado irte de copas buscando compañía efímera y pasajera para compensar la maldita soledad que te carcomía por dentro; para darle un bálsamo al ardor del alma mediante una caricia amorosa que acostumbrabas pagar al contado.
Ni siquiera, José, y sabías que no podías engañarte. Porque el alcohol que bebías tenía poco que ver con placer, diversión y alarde de tu estabilidad económica. La ingesta de rones, tequilas y pastillas estaba directamente vinculada con tu incapacidad para generar compañía, con tu vacío de amor y atención.
Por eso, te moriste con la conciencia intranquila, con la ansiedad que genera la ignorancia de una respuesta, con la absoluta incertidumbre que asfixia y que obliga siempre a pedir una copa más, para buscar una respuesta en el fondo de un vaso vacío de ron de un frasco de afetaminas. Con la boca seca provocada por la incapacidad de despejar una variable fundamental en la ecuación de tu vida, sí, la tuya, tu maldito trozo de existencia que miserablemente discurriste durante estos últimos años enfundado en tus trajes grises y cafés, al lado de un maletín plagado de folios de trámites inconclusos, con horario y sueldo fijo y con el permanente fracaso que nunca pudiste superar desde que Carla te comunicó que te dejaba por uno más, pero mucho más, hombre que tú. Nada, José, que vivir sin consuelo.
Te sentías robado, José. Defraudado. Como si hubieses sido una víctima continua y permanente de algún maquiavélico estafador. Y maldecías veinte mil veces tu suerte, tu estampa, y blasfemabas en contra de un Dios que, a pesar de todas las afirmaciones de tu madre y del cura que fungía como capellán del colegio, no era bueno del todo por lo visto, al menos contigo, porque tu amargura y soledad no te dieron tregua, nunca te permitieron encontrar un puerto de abrigo para restañar los daños de la embarcación que recibiste, sin pedirla ni merecerla, para navegar por esta vida.
Te moriste así, en seco y desgraciado, aunque tu muerte, por razones biológicas, fue prácticamente indolora e instantánea. Así moriste, desgraciado, aunque no hayas tenido que pasar por esos lacrimógenos trámites de enfermedades que progresivamente te van apagando con mucho dolor y vejaciones; aunque te hayas escapado de un cáncer terminal, o de un accidente brutal a ciento ochenta por hora, en una carretera federal, o del bicho, el SIDA, incrustado en tu sangre.
Moriste, José, desesperado y con un nudo en la garganta, aun cuando hiciste con tiempo y anticipación, una buena y sesuda planeación de la disposición póstuma de tu patrimonio, para que, cuando la muerte te encontrara, por lo menos tuvieses eso en orden. Una planeación de la aplicación final de tus manías y tus excesos.
Sin embargo, moriste desgraciado aun cuando hayas tenido la precaución de embutir en un trozo de papel firmado ante notario público, el destino post mortem de tus sueños y tus frustraciones, de todas esas metas que se quedaron pendientes de cumplir, así como todas tus satisfacciones cobradas a la vida al contado, en metálico, y tu perenne frustración de no haber podido procrear un hijo, no por falta de capacidad fisiológica y hormonal, sino por no haber logrado enganchar a alguien que hubiese querido conducir tu descendencia hacia este mundo.
Cuanto hubieses deseado, José, haber perdido la cabeza algún día por una mujer de verdad, de bandera, tu sabes, José, de esas que te obligan a sentir y a perder la razón por cosas tan simples como un par de muslos bronceados, una sonrisa con desdén, o un abrazo directo y sincero en una mañana fría de principios del invierno.
Una mujer por la que hubieses perdido la cabeza y en lugar de tocar por nota hubieses improvisado, calado tus talentos, tus límites y tus fuerzas; una mujer por la que te hubieses atrevido a descubrirte, a abandonar tus absurdos atavismos; una mujer, en fin, por la que te hubieses dejado el pelo largo, que te hubiese llevado al punto de tatuar en tu piel morena y reseca, con tinta indeleble, sus iniciales, o una flor de lis que simbolizara su recuerdo perenne, un tatuaje que al menos pudiera constituir un efecto tangible, suficiente para ser identificado de inmediato en una sala del servicio forense, antes del término legal, para evitar terminar todos tus miserables días, en una mísera fosa común.
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