CIUDAD DE MÉXICO. - He escrito otras veces que conocí a José Emilio Pacheco en el taller de poesía de Juan Bañuelos en mayo de 1970. Ese taller, tal vez el único de poesía que existía entonces en México, sesionaba en el décimo piso de la Rectoría de la UNAM. José Emilio aceptó una invitación de Bañuelos, quien me pidió que escribiera sobre No me preguntes cómo pasa el tiempo, el libro con el que Pacheco ganó el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes el año anterior y había aparecido muy recientemente en Joaquín Mortiz.
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Fue la primera reseña literaria que escribí y Mariano Flores Castro, que era miembro del Consejo de Redacción, la publicó en el número 34 de El rehilete, de enero de 1971, revista que dirigían Elsa de Llarena y Carmen Rosenzweig. Con excepción de algunos casos, si algo caracterizó desde sus inicios al trabajo crítico de José Emilio fue la lucidez, el conocimiento, la amenidad y, en muy alto grado, la generosidad.
En mi reseña sobre él, en cambio, había en mí algo de displicencia, de querer mostrar lo que había leído, el uso de palabras que ahora me parecen rebuscadas y aun a veces alguna severidad en las opiniones —todo eso perdonable, o al menos lo espero, por la edad que tenía entonces.
Pero contra todo, al releerla, hallo en esa reseña motivos y observaciones que caracterizaron después toda su obra: el tiempo y sus múltiples variaciones como el tema más importante del libro, la reiteración del desastre como destino irremisible de las generaciones de los hombres, y por último, que la figura más importante detrás de su escritura era Borges.
José Emilio se declaró sorprendido esa noche de mayo de 1970 porque no esperaba que hablaran sobre él, y desde entonces, salvo alguna interrupción, tuve con él —o al menos eso creo— una relación muy cordial y en los últimos lustros muy afectuosa.
Al releer la reseña me declaro a mi vez sorprendido, porque si hay un libro de poesía de José Emilio que me influyó fue No me preguntes cómo pasa el tiempo, y hay poemas que me gustan mucho, como el que da título al libro, con imágenes de la poesía clásica china, o “Envidiosos”, de una exactitud punzante, u otro, encarnizadamente amargo (“Preguntas sobre los cerdos e impresiones sobre los mismos”), que nos dibuja a los seres humanos en nuestras miserias y debilidades.
Hay asimismo líneas lapidarias como ésta, cuando se refiere a la poesía: “Género que nadie lee pero que todos critican”. Si a veces José Emilio era en su escritura corrosivamente acre, sobre todo frente al poder y los defectos y las aberraciones de los otros, no era nada complaciente consigo mismo:
No me preguntes cómo pasa el tiempo es visiblemente un cambio de estilo ante sus dos anteriores libros (Los elementos de la noche, 1963, y El reposo del fuego, 1966). A partir de entonces, en sus once o doce libros posteriores, su poesía se tornó elegiaca y epigramática, con un lenguaje mucho más directo y coloquial, y donde se hallaban de continuo señales de sus innumerables lecturas.
Muchas cosas le debo a José Emilio, pero resalto sobre todo una: la enseñanza que en aquello que se haga en cualquier género se debe dar el máximo esfuerzo y hacerlo lo mejor y más bellamente posible. En mi caso tal vez fueron más las intenciones que los resultados. Por cierto: en los años sesenta y setenta se le comparaba mucho con Reyes; a José Emilio no le gustaba la comparación.
Para terminar, hay un poema mío, notoriamente juvenil, que escribí en aquel 1970, el cual tiene la influencia de No me preguntes cómo pasa el tiempo, y por eso está dedicado a José Emilio. Se publicó en mi primer libro (Muertos y disfraces). Quisiera que se tomara como un mínimo reconocimiento.
Creación del poeta o malinterpretación de Blake
a José Emilio Pacheco
Para transmigrar
hurtó infiernos a la imaginación
vedados a los otros.
Angustiado cuadrúpedo
se arrastraba en las rutas
con el lomo descarnado
por el látigo del suicidio.
Soportó risas de imbéciles.
Loros de la alabanza.
Exégetas contumaces.
Agarró su pesadilla
en la punta de la palabra,
y escupió:
el charco se hizo en la tierra,
y en el fondo, paralítico,
se delineó aquel demonio.
FR.
CIUDAD DE MÉXICO. - He escrito otras veces que conocí a José Emilio Pacheco en el taller de poesía de Juan Bañuelos en mayo de 1970. Ese taller, tal vez el único de poesía que existía entonces en México, sesionaba en el décimo piso de la Rectoría de la UNAM. José Emilio aceptó una invitación de Bañuelos, quien me pidió que escribiera sobre No me preguntes cómo pasa el tiempo, el libro con el que Pacheco ganó el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes el año anterior y había aparecido muy recientemente en Joaquín Mortiz.
Fue la primera reseña literaria que escribí y Mariano Flores Castro, que era miembro del Consejo de Redacción, la publicó en el número 34 de El rehilete, de enero de 1971, revista que dirigían Elsa de Llarena y Carmen Rosenzweig. Con excepción de algunos casos, si algo caracterizó desde sus inicios al trabajo crítico de José Emilio fue la lucidez, el conocimiento, la amenidad y, en muy alto grado, la generosidad.
En mi reseña sobre él, en cambio, había en mí algo de displicencia, de querer mostrar lo que había leído, el uso de palabras que ahora me parecen rebuscadas y aun a veces alguna severidad en las opiniones —todo eso perdonable, o al menos lo espero, por la edad que tenía entonces.
Pero contra todo, al releerla, hallo en esa reseña motivos y observaciones que caracterizaron después toda su obra: el tiempo y sus múltiples variaciones como el tema más importante del libro, la reiteración del desastre como destino irremisible de las generaciones de los hombres, y por último, que la figura más importante detrás de su escritura era Borges.
José Emilio se declaró sorprendido esa noche de mayo de 1970 porque no esperaba que hablaran sobre él, y desde entonces, salvo alguna interrupción, tuve con él —o al menos eso creo— una relación muy cordial y en los últimos lustros muy afectuosa.
Al releer la reseña me declaro a mi vez sorprendido, porque si hay un libro de poesía de José Emilio que me influyó fue No me preguntes cómo pasa el tiempo, y hay poemas que me gustan mucho, como el que da título al libro, con imágenes de la poesía clásica china, o “Envidiosos”, de una exactitud punzante, u otro, encarnizadamente amargo (“Preguntas sobre los cerdos e impresiones sobre los mismos”), que nos dibuja a los seres humanos en nuestras miserias y debilidades.
Hay asimismo líneas lapidarias como ésta, cuando se refiere a la poesía: “Género que nadie lee pero que todos critican”. Si a veces José Emilio era en su escritura corrosivamente acre, sobre todo frente al poder y los defectos y las aberraciones de los otros, no era nada complaciente consigo mismo:
“Obtuve un buen lugar, junto a los emigrantes expulsados de la posteridad.”
No me preguntes cómo pasa el tiempo es visiblemente un cambio de estilo ante sus dos anteriores libros (Los elementos de la noche, 1963, y El reposo del fuego, 1966). A partir de entonces, en sus once o doce libros posteriores, su poesía se tornó elegiaca y epigramática, con un lenguaje mucho más directo y coloquial, y donde se hallaban de continuo señales de sus innumerables lecturas.
Muchas cosas le debo a José Emilio, pero resalto sobre todo una: la enseñanza que en aquello que se haga en cualquier género se debe dar el máximo esfuerzo y hacerlo lo mejor y más bellamente posible. En mi caso tal vez fueron más las intenciones que los resultados. Por cierto: en los años sesenta y setenta se le comparaba mucho con Reyes; a José Emilio no le gustaba la comparación.
Para terminar, hay un poema mío, notoriamente juvenil, que escribí en aquel 1970, el cual tiene la influencia de No me preguntes cómo pasa el tiempo, y por eso está dedicado a José Emilio. Se publicó en mi primer libro (Muertos y disfraces). Quisiera que se tomara como un mínimo reconocimiento.
Creación del poeta o malinterpretación de Blake
a José Emilio Pacheco
Para transmigrar
hurtó infiernos a la imaginación
vedados a los otros.
Angustiado cuadrúpedo
se arrastraba en las rutas
con el lomo descarnado
por el látigo del suicidio.
Soportó risas de imbéciles.
Loros de la alabanza.
Exégetas contumaces.
Agarró su pesadilla
en la punta de la palabra,
y escupió:
el charco se hizo en la tierra,
y en el fondo, paralítico,
se delineó aquel demonio.