Los pocos habitantes que quedaban en la comunidad de Tula en Chilapa, Guerrero, supieron que los sicarios de Los Ardillos llegaron al pueblo porque los perros comenzaron a ladrar. Luego, escucharon el lejano ronroneo de los motores como si se tratara de víboras de cascabel, y entonces, más nerviosos que decididos, comenzaron a chiflar y tocar las campanas para avisar al Concejo Indígena y Popular de Guerrero Emiliano Zapata que la batalla armada para la que se habían preparado estaba por comenzar.
Era una lucha anunciada, pero desigual en todos sentidos. De un lado había miembros de los pueblos indígenas náhuatl, tlapaneco y mixteco sin instrucción militar; del otro, sicarios adiestrados por paramilitares del sur mexicano. En un bando, escopetas calibre 22 con poca munición; en el otro, rifles AK-47, AR-15 y dos drones artillados. En un extremo, los olvidados de Guerrero que sobreviven con el autocultivo; en el otro, un grupo criminal que presume tener el apoyo de alcaldes y jefes de policía desde Chilpancingo hasta la montaña amapolera.
Jesús Plácido, delegado del Congreso Nacional Indígena en Guerrero, sintió un tirón en el estómago cuando escuchó el llamado a la batalla, pero igual se levantó del sillón con la rapidez de una culata. Tomó su arma vieja, salió de casa y se unió al combate. Marcó en el calendario que ese día, 20 de julio de 2019, podría ser su último con vida.
“Me despedí de todos y le entré a los plomazos. Los demás compañeros hicieron lo mismo. Nomás les dijimos a nuestras esposas, hijas, madres que nos esperaran en casa, pero nadie sabía si iba a volver. Esos ‘Ardillos’ son unos sanguinarios”, cuenta Jesús Plácido con un evidente enojo en la voz.
La batalla, recuerda, duró tres noches y dos días. Ni el Ejército ni la Guardia Nacional asomaron la cabeza. La prensa tampoco. Por más de 60 horas, la comunidad de Tula se movió detrás de las barricadas sólo para disparar y protegerse de las ráfagas y de los drones que les tiraban bombas. Los breves episodios de calma servían para relevar a hombres cansados, comer un taco con frijoles o beber agua siempre con el dedo en el gatillo.
“Yo creo que pensaron que nos rendiríamos muy fácil”, piensa Jesús Plácido. “Pero les dimos una batalla que nunca esperaron. Los hicimos retroceder y se salieron del pueblo. Y desde entonces advertimos que, si no se aprovechaba que estaban heridos para acabarlos, el gobierno sólo los iba a fortalecer.
“Y mire usted, el tiempo nos dio la razón. ¿Ya vio el desmadre en Chilpancingo? Son los mismos que nos querían quitar nuestra tierra”.
Esta vez es personal
Entre el 9 y 11 de julio, la mayoría del país escuchó o leyó sobre Los Ardillos, los engendros de Celso Ortega Rosas, La Ardilla, un ex policía de Quechultenango que fundó un doble negocio muy rentable en Guerrero: el trasiego de cocaína y la política. Hoy sus hijos son jefes de unos 500 sicarios y secuestradores que pelean el control de la Montaña de Guerrero para explotar la amapola que crece de manera silvestre. También, aseguran los locales, son patrones de una decena de alcaldes.
Aunque Los Ardillos operan desde hace más de 30 años, esta semana pasaron de célula delictiva local a grupo criminal de importancia nacional tras bloquear por dos días la carretera federal México-Acapulco y retener a 13 servidores públicos en represalia por la detención de dos de sus presuntos líderes.
Para presionar aún más a las autoridades, Los Ardillos obligaron a los habitantes de Chilpancingo y alrededores a manifestarse con violencia, al grado de robar un vehículo oficial blindado tipo “Rhino” y usarlo como arma mortal. Lo hicieron, según Jesús, pasando por encima del mando de la presidenta municipal Norma Otilia Hernández, grabada recientemente en un encuentro con Celso Ortega.
“Lo logran porque quienes no estén de acuerdo con ellos, lo ejecutan. Si hay civiles que no están de acuerdo con ellos, no matan a la persona, sino a la familia, a los hijos los desaparecen. Hay un control a punta de plomo con los presidentes y policías municipales”, explica Jesús Plácido. “Todos los políticos acá son gente de ellos”.
Para el también líder comunitario, pelear contra Los Ardillos es pelear por sus seres queridos: solo en Chilapa, les atribuyen 40 personas asesinadas en lo que va del sexenio, 20 desaparecidos y más de 100 familias desplazadas que dejaron detrás hasta sus mascotas con tal de huir de la violencia. Detenerlos es ya un tema personal.
“La gente tiene que saber que no sólo son narcotraficantes. Ojalá fueran sólo eso. Son asesinos, violadores, extorsionadores profesionales. Y durante mucho tiempo, por años, han secuestrado la Montaña de Guerrero, pero como somos indígenas ni quien nos voltee a ver. Hasta que le pegaron a la capital del estado se hicieron noticia”.
El modus operandi es el mismo: repartir dinero a priistas, perredistas y morenistas para asegurar que, quien gane, les deba favores por miedo o conveniencia. Luego, obligar al triunfador a reunirse con ellos y grabar esas citas con la amenaza de filtrarlas a los medios, si no les dan contratos de obra o nombramientos a modo, como la Jefatura de la Policía Municipal. Cada tres años, esa maquinaria criminal y electoral se pone en marcha.
“Como dicen: de Chilpancingo hasta José Joaquín Herrera, gane quien gane, perdemos todos. Y siempre ganan Los Ardillos. El asunto es que ya nos cansamos de agachar la cabeza. Algo fuerte se está gestando en Guerrero”, dice el líder indígena.
"No sabemos agachar la cabeza"
Los Ardillos tienen una escabrosa peculiaridad entre los grupos criminales en México: casi la totalidad de sus víctimas son de origen indígena, a quienes emboscan en festividades religiosas —como el ataque de 2019 en las fiestas patronales del Santo Niño de Atocha en Chilapa— o celebraciones comunales para maximizar los daños. La lista de asesinatos incluye, por ejemplo, a 12 músicos tiroteados después de una verbena popular y los dos adolescentes que volvían de una feria en Ahuexotitlán.
Son un virus asentado en, al menos, siete municipios y más de 50 comunidades en la zona montañosa de Guerrero —Chilapa, José Joaquín de Herrera, Quechultenango, Acatepec, Atlixtac, Zitalia y Tixtla— pero desde 2015 se han expandido hacia la capital para fortalecerse económicamente y desplazar a sus enemigos Los Rojos y el Cártel Jalisco Nueva Generación, que ganan terrenos en zonas urbanas.
El Concejo Indígena y Popular de Guerrero Emiliano Zapata sabe que, a diferencia de otros cárteles, Los Ardillos gastan poco en tener en la nómina a los funcionarios locales. La inversión se hace desde las campañas políticas y después el dinero deja de fluir y lo sustituye la intimidación. Al dicho de “plata y plomo”, esta escisión de los Beltrán Leyva le quitó la palabra “plata”.
“Nosotros alertamos desde aquella batalla que ganamos en 2019 que Los Ardillos estaban tomando una fuerza muy grande. Tenemos los oficios, las cartas públicas, los videos pidiendo que se atienda esta problemática, pero le gritamos al vacío”, dice Jesús Plácido.
Su último intento desesperado por llamar la atención de Palacio Nacional ocurrió en octubre del año pasado, cuando se plantaron frente a la caravana del presidente Andrés Manuel López Obrador en su visita por Chilapa. Sobre un camino rural en Colotepec, un grupo de mujeres le contaron al mandatario que Los Ardillos no sólo limpian la Montaña de Guerrero a balazos, sino que usan sus influencias con autoridades estatales para librar órdenes de aprehensión contra quienes lideran la resistencia. Si no los matan, mandan a nuestros hijos a la cárcel, le dijo Concepción Reyes, integrante del concejo indígena.
“Ya desplazamos a Los Rojos y ya desplazamos a Los Ardillos, pero sabemos muy bien que van a volver por nosotros”, dice, resignado, Jesús Plácido. “Aunque esperamos que el gobierno cumpla su obligación, sabemos que eso no va a suceder. Pero acá estaremos para resistir otra vez. Nosotros no sabemos agachar la cabeza”.
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