La ciudadana estadunidense Jessica Nalbach decidió, sin que nadie la obligara con pistola en mano, deportarse a sí misma y mudarse a Chimalhuacán, Estado de México, sin la necesidad de pasar por un centro de detención migratoria. ¿El motivo? Un mexicano le dio lo que nadie en Estados Unidos le dio: amor y una familia.
Ya con nueve años habitando el Estado de México, Jessica tiene su vida hecha en el municipio mexiquense: dos hijos, un secuestro exprés, mucho trabajo que hacer en casa, un carro y un terreno. Su tiempo en nuestro país también le ayudó para darse cuenta de la amenaza para millones de familias, como la suya, sigue en pie y temen lo peor con las amenazas del presidente electo Donald Trump.
Por eso decidió dar una entrevista por primera vez a un medio de comunicación: su historia podría contribuir a hacer frente a la sicosis colectiva de los migrantes ante una posible expulsión del país que ella considera idealizado a pesar del control que el Estado ejerce sobre sus ciudadanos a través de leyes, reglas y drogas prescritas por médicos.
“En México estamos mejor en muchas cosas, es una sociedad más humana que en Estados Unidos, de familias más unidas. De todos modos, no es justo que deporten a gente trabajadora y por eso yo estoy tan dolida como avergonzada de mi propio país”, dijo a TELEDIARIO.
Jessica charla con este medio en la mesa de una cafetería en las afueras de un call center de la Ciudad de México para el cual trabaja como supervisora de ventas. Escaló desde cero, atendiendo a clientes alterados que llaman para quejarse, ya de un mal servicio, ya de un producto de mala calidad, lo mismo por un defecto que por una disfunción. Hay que tener paciencia.
Miles de mexicanos bilingües que han sido deportados de Estados Unidos han encontrado en este perfil de empleo un alivio a la precarización de sus finanzas tras el infortunio de volver al país que los vio nacer, pero que no conocen.
Jessica, aunque güerita y ciudadana estadunidense, vive en carne propia esa situación.
¿Cómo Jessica decidió mudarse al Edomex?
De acuerdo con un estudio de la organización científica Frontiers in Science publicado en 2021, las familias que tienen un integrante expulsado de Estados Unidos perdió el 50 por ciento de los ingresos para alquilar una casa; el 44 por ciento para comida; el 39 por ciento ya no pudo comprar ropa; el 31 por ciento desmejoró en educación; el 16 por ciento ya no pudo acceder a guarderías y el 15 por ciento al seguro médico.
Los Nalbach perdieron más empujados a la repatriación que ocurrió cuando el padre salió de su casa en Barrington, Florida, para trabajar y se topó de frente con agentes del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE). Buscaban a otra persona que había vivido ahí cinco años atrás y al no encontrarla, le pidieron sus documentos.
José enseñó una licencia de conducir expirada y los policías al revisar la autenticidad del documento en la computadora determinaron: “Nos lo vamos a llevar”.
Frente a su esposa y sus hijos estadunidenses lo inmovilizaron sin escuchar las súplicas de ella, que sus hijos eran muy chiquitos, que estaban enfermos, uno de siete años y el más pequeño prematuro de 14 meses. "No, señora, nos lo vamos a llevar", replicaron.
En el Centro de Reclusión Migratoria de Miami, Jessica intentó visitarlo. No se lo permitieron por no estar casada, aunque tenían en ese entonces 10 años juntos. Por teléfono, la pareja concluyó que no tenían dinero para pagar un abogado y que era mejor firmar la deportación voluntaria. “Yo iría detrás de él”, recuerda Jessica.
En el pasado quedaría todo lo que habían construido: empleos estables, muebles, uno de los carros; con el otro, ella puso pies en polvorosa hacia el mexiquense Chimalhuacán con sus dos niños y algunas mudas de ropa.
Manejó de un tirón hasta la casa de una amiga en McAllen, Texas, para dormir un poco y dejar tres frascos con sustancias que también quería olvidar: diazepam, clonazepam y lorazepam, sustancias para combatir la ansiedad.
“Chingue su madre Estados Unidos”, pensó.
Jessica, una de los tantos estadunidenses por las políticas migratorias de EU
De ese modo, Jessica se convirtió en una de las estadunidenses afectadas por las políticas migratorias de su país y la falta de acuerdos laborales serios entre dos naciones que deberían complementarse porque una tiene la mano de obra y la otra la necesita. A las personas casadas con gente indocumentada no se les cuenta en la desgracia.
Se sabe nada más que hay 11 millones de personas en la Unión Americana que tienen un matrimonio interétnico y, según estadísticas del Pew Research Center, una ONG especializada en estudios sobre la comunidad latina, va en aumento.
E n 2015, cuando deportaron al marido de Jessica, el 17 por ciento de los recién casados lo hizo con alguien de otra etnia –en 1967 sólo era el 3 por ciento–; de ellos, el 27 por ciento fueron latinos, y casi la mitad de ellos contaba con estudios universitarios (46 por ciento); de hecho, la combinación interétnica más frecuente es entre un cónyuge hispano y otro blanco o caucásico (42 por ciento).
Según un estudio de la consultoría Gallup en 2021, actualmente el 94 por ciento de los adultos estadounidenses aprueba las uniones entre diversas etnias; en 1958 era solo el 4 por ciento y poco a poco fueron mejor vistas: para 1997, el 64 por ciento opinó que estaba de acuerdo; el 70 por ciento en 2003 y en 2011, el 80 por ciento.
¿Cómo se conoció Jessica con su esposo?
Pero el tema migratorio es otro asunto que va más allá del beneplácito. Jessica lo entendió cuando cruzó la frontera hacia el sur tras el hombre de su vida, a quien conoció cuando ella no tenía cómo pagar una renta porque nadie le quería dar trabajo debido a sus antecedentes con la ley.
Un amigo en común los presentó y a los pocos días José la invitó a dar un paseo en coche. Fueron a Naples, Florida, con la hermana de él y Jessica agradeció que se lo presentara. “Yo nunca tuve una unidad así con mis padres ni mi hermano, y me había enamorado del concepto de familia mexicana”, recuerda.
Conoció la dinámica familiar de los mexicanos cuando tenía 14 años y huía del Foster Care, el servicio de cuidado de niños de hogares disfuncionales que paga el gobierno estadounidense a personas que quieran tomar bajo su responsabilidad a los menores de manera temporal o a largo plazo.
Jessica cayó en el Foster Care por los problemas de consumo de droga de su madre. Cuando estaba “limpia” la mujer salía a buscar trabajo y dejaba a la niña con una pareja que abusó sexualmente de ella. En la escuela se percataron de ello y reportaron la situación al Servicio Social. Al indagar un poco, el Estado decidió recogerla para entregarla a cuidadores.
Pero ella no se sentía a gusto por falta de cariño. Apenas le daban alimentos y un cuarto donde dormir. “Me sentía muy sola y utilizada para ganar dinero”. Hubo una familia de viejitos que la quiso mucho, pero murieron pronto y las siguientes familias ya no fueron tan cálidas.
Ahora piensa que hubiera sido mejor que la criara su madre: esta solo requería ayuda sicología porque a su vez fue víctima de un padre irresponsable y una madre que se cortaba las muñecas en el baño y obligaba a su hija a ver esa sobrecogedora escena. “Mi mamá decía que la abuela era la más loca de Florida”.
Sin amor en los servicios del Foster Care, Jessica se escapaba una y otra vez. Los cuidadores llamaban a la policía, iban tras ella. En una de esas persecuciones descubrió que si se metía en los campos de naranjas, los mexicanos no la delatarían; al contrario, las señoras le ofrecían taquitos “a la pobre muchacha” y hasta colchón para velar su sueño.
Ahí se dio cuenta por primera vez cómo el gobierno de su país deportaba a amigos y conocidos que tenían casas, negocios, propiedades…
Con sus ojos y el corazón estrujados entendió los absurdos del drama migratorio que se ensañó a partir desde 1996 con la aprobación de la ley Antiterrorista y de Pena de Muerte Efectiva, así como con la Reforma de la Inmigración Ilegal y Responsabilidad de los Inmigrantes.
Jessica llegó antes que José al Edomex; "bienvenida", le dijo su suegra
Un análisis del Instituto de Política Migratoria calculó que Bill Clinton deportó a alrededor de 12 millones de personas. Barack Obama unos 5 millones entre 2009 y 2017. Donald Trump, 935 mil entre 2017 y 2021 y Joe Biden alrededor de 3 millones.
Cuando Jessica comenzó a trabajar en Florida para mantenerse lejos del Foster Care, aún quedaba lejos el segundo mandato de Trump y sus retóricas de repatriar a un millón nada más de arranque.
Ella era una adolescente que pizcaba naranjas y mandarinas y cosechó tabaco como si fuera una indocumentada más. Después de un tiempo cambió de trabajo, se rodeó de malas compañías, consumió marihuana, cocaína y se embarazó soltera. Su primer hijo nació con problemas de salud (murió muy joven, de cáncer) y ella entró en depresión.
En el hospital le dieron muchos medicamentos que terminaban con “pam” para controlar su ansiedad, de esos mismos que dejó en la frontera porque no quería problemas en caso de que la detuvieran en México. No sabía que en realidad no los necesitaba porque una vez en Chimalhuacán decidió dejarlos. “Lo único que necesitaba era paz”.
Jessica llegó al Estado de México en octubre de 2015 antes que José, porque el proceso de deportación lo retuvo hasta noviembre del mismo año. Aun sin él, la recibieron cuñadas, tías, primos, sobrinos, abuelos a quienes no conocía, pero igual sonrieron. “Bienvenida”, dijo la suegra. Y le dio un largo abrazo.
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Jessica trata de ayudar a los recién deportados de Estados Unidos
En el call center de la Ciudad de México donde trabaja, Jessica observa quebrarse frecuentemente a varios de sus subordinados. Hombres y mujeres recién llegados a México que intentan reintegrarse como repatriados y entre los reveses se echan a llorar por lo que perdieron en Estados Unidos.
Ella trata de ayudarlos. Y no les puede hablar suave porque un deportado debe reponerse pronto.
“Aquí tienes que levantarte y hacer lo que tienes que hacer. Poco a poco descubres que no ganas el mismo dinero que allá pero que la gente es más humilde y no te quieren hacer menos por cualquier cosa como en Estados Unidos”.
Para muestra, Jessica misma: se repuso incluso de un intento de suicidio y del desprecio de su hermano. Ella emigró a México con la única certeza de que bajo ninguna circunstancia permitiría que sus hijos crecieran sin tener a sus padres juntos.
Una vez en Chimalhuacán se casó, obtuvo un permiso de trabajo y aprendió a ir y venir en transporte público entre la zona conurbada y la capital del país. En el Metro vio la publicidad del call center, aplicó y tuvo éxito. Desde entonces ahí trabaja: subió de vendedora a supervisora y quiere ser gerente; su esposo se encarga de los niños y hace algunos trabajos de mantenimiento en el barrio.
El mexicano y la estadunidense formaron un equipo desde hace 20 años con reglas simples, pero efectivas: toleran sus respectivos defectos y ni él ni ella buscan aventuras. Rien, arman fiestas y así piensan seguir.
Jessica regresó a su país sólo en una ocasión: para tramitar documentos relacionados a la doble nacionalidad de sus hijos. Y no tiene planes de volver. El niño mayor, que ya tiene 16, tiene la inquietud de vivir allá y ella le da alas. “Si él quiere ir, que vaya, yo me quedo aquí”.
KT