Hasta hace poco, los habitantes de Teuchitlán dormían con las puertas abiertas, confiados en la tranquilidad de su comunidad. Hoy, el Rancho Izaguirre les recuerda que el silencio no siempre es sinónimo de paz.
Las señales estuvieron ahí, dispersas entre el bullicio cotidiano. Camionetas blindadas que surcaban la madrugada, faros que cortaban la oscuridad, ruidos extraños en las noches de viento. Pero la costumbre de la negación es un refugio seguro.
“Hasta la una, dos… ¡a veces tres de la madrugada! Dejábamos las entradas sin llave, como si viviéramos en tiempos de la Revolución”, dice un hombre de la tercera edad, que tejía chismes con las vecinas bajo los portales.
¿Los vecinos de Teuchitlán notaban lo que pasaba en el Rancho Izaguirre?
A pesar de que los vecinos querían creer que nada fuera de lo normal estaba ocurriendo, la realidad era mucho peor. Mientras Teuchitlán olía a tortillas recién hechas y bugambilias en flor, a unos kilómetros, el aire se impregnaba con el hedor de la muerte.
“Yo inventaba excusas: ‘Han de ser del centro de rehabilitación… ¡Mira nomás, hasta Pancho Barraza deben traer!’”.
El rancho no estaba oculto. Se camuflaba entre la rutina, bajo la mirada de quienes aprendieron a callar.
“Uno aquí aprende a morderse la lengua hasta sangrar”, confiesa un vecino, con el miedo marcado en los ojos.
Hasta este mes de marzo, los habitantes justificaban los ruidos extraños con explicaciones convenientes. Pero cuando los colectivos de búsqueda llegaron con picos y palas, la realidad se impuso con brutalidad.
A las afueras del rancho, la maleza guardaba rastros de lo innombrable: zapatos y tenis con los cordones aún anudados, vestidos de fiesta devorados por el sol, un peluche de Hello Kitty semienterrado en el lodo.
“Parecía que el rancho hubiera vomitado a sus víctimas”, relata un testigo.
- Comunidad
TELEDIARIO captó la escena cuando el área ya estaba cercada con cinta amarilla. A cien metros de la entrada, el viento jugaba con camisetas raídas colgadas en los mezquites como banderas de derrota.
Hoy, Teuchitlán ya no duerme tranquilo. Entre sus casas de adobe circula un rumor convertido en certeza:
“Aquí todos sabíamos. Hasta los perros ladraban distinto cuando pasaban esos convoyes. Pero ¿a quién le denunciabas? ¿a los que deberían protegerte?”, declaraba uno de los vecinos de Teuchitlán.
El Rancho Izaguirre no es solo un caso más. Es el reflejo de un problema más profundo, un espejo roto donde Jalisco ve su peor verdad: estos lugares no surgen por azar. Crecen donde el miedo riega la complicidad.
AM