En diciembre de 1995, Donald Trump concretó uno de los negocios más exitosos de su carrera con la compra de un rascacielos de 283 metros. El edificio, llamado originalmente Bank of Manhattan, cumplía con los tres requisitos más importantes para cualquier vendedor de bienes raíces: ubicación, ubicación y ubicación. Situado en el corazón de Wall Street, el distrito financiero de Nueva York, sus dueños lo ofertaban como una compra inigualable, pues en 1929 fue distinguido como la construcción más alta del mundo.
El empresario de entonces 49 años convocó orgulloso a los medios de comunicación para que fueran testigos de la transacción. Apenas un año antes había sufrido el embargo de varias propiedades —entre ellas, su emblemático Hotel Plaza— por el impago de un crédito bancario, así que Donald Trump veía a su nueva adquisición como el relanzamiento de su marca personal, después de la humillante bancarrota. Fiel a su estilo, en cuanto firmó el contrato anunció el renombramiento de la construcción: ahora se llamaría The Trump Building o El Edificio Trump.
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Siguiendo los consejos de su libro El arte de vender —nunca digas la verdad, si la verdad jugará en tu contra— Donald Trump ocultó a los periodistas el monto de la compra. Ese secreto le permitía mantener la ilusión de millonario exitoso, a pesar de las deudas que lo sujetaban por el cuello. Le tomó una década revelar en el reality show The Apprentice cuánto pagó por el Edificio Trump: sólo un millón de dólares.
El hoy 47 presidente de Estados Unidos tampoco dijo que esa ganga era consecuencia de la existencia de un narcotraficante y amigo de Miguel Ángel Félix Gallardo, El Jefe de Jefes. Lo apodaban El Chepe y su nombre real era José Santacruz Londoño. Un tipo despiadado y rupestre, pero que entendía la globalización de los mercados mejor que nadie como el representante en Nueva York del poderoso capo Gilberto Rodríguez Orejuela, El Ajedrecista.
El Chepe había llegado a la Gran Manzana en algún momento a mediados de los 70 atraído, principalmente, por una creciente comunidad latina en el noroeste de Queens, Nueva York, que era conocida como Chapinerito en honor a la famosa localidad Chapinero, ubicada en el nororiente de Bogotá. Ahí vivían inmigrantes colombianos y algunos de ellos combinaban sus trabajos honestos con el oficio de “mula” para los traficantes de droga de sus comunidades de origen. El concepto “cártel” aún no se popularizaba.
Para los 80, El Chepe se había afianzado en la ciudad. Al mismo tiempo, Donald Trump intentaba una carrera en bienes raíces fuera de la sombra de su padre Fred Trump y acuñaba el término “Organización Trump” en cada espacio publicitario que pudiera pagar.
¿Cómo se benefició Donald Trump de la epidemia del crack?
Cada uno, a su manera y con su estilo, estaba dedicado en cuerpo y alma a crear su propio imperio en la Tierra de las Oportunidades: el narcotraficante colombiano tenía fama de violento y duro conquistador de nuevas tierras para vender drogas, mientras que el empresario estadounidense labraba su reputación de bravucón e intransigente, por ejemplo, al cortar el agua caliente y la calefacción en pleno invierno de departamentos habitados que había comprado a precio de remate para obligar a sus inquilinos a desalojarlos y luego revender esos pisos a sobreprecio.
En 1983, Donald Trump publicó varios anuncios en periódicos locales en los que ofrecía refugio a indigentes en su edificio de apartamentos ubicado en el 100 Central Park South. La medida fue considerada por los inquilinos como una maniobra cruel para expulsarlos de sus casas: en aquellos años, homeless era casi un sinónimo de vendedor de drogas o adicto a las drogas.
Y es que justo en esos años Nueva York sufría de una epidemia de crack, es decir, una variante de mala calidad y altamente adictiva de cocaína. Cientos de miles estaban enganchados a esa droga que se vendía como pan caliente, principalmente en barrios afroamericanos y latinos. Su precio accesible permitía que los más pobres pudieran consumirlo, a diferencia de la cocaína que sólo usaban los ricos neoyorquinos. Daba fuerza, vitalidad y estamina a obreros, jornaleros y otros trabajos de salario mínimo y largas jornadas de trabajo.
El Chepe comenzó a organizar a las “mulas” de Chapinerito, quienes trabajarían para lo que años después se conocería como el Cártel de Cali, el enemigo a muerte del Cártel de Medellín encabezado por Pablo Escobar. La conexión entre los capos colombianos y narcotraficantes estadounidenses como Curtis Newell, Thomas Burnside, Frank Masullo y Joey Beck, entre otros, mantenían activo el flujo de crack en la Gran Manzana.
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Los efectos del auge del crack no tardaron en sentirse en las calles de Nueva York: crecieron las defunciones por VIH por el uso de jeringas compartidas para consumir las drogas vía intravenosa, aumentaron las muertes por sobredosis, los robos comunes para conseguir la siguiente dosis y los asesinatos por el control del tráfico de drogas. Todos querían un poco o mucho de esa fórmula mágica que mantenía despierta a La Ciudad que Nunca Duerme.
El negocio se volvió tan redituable que hasta el mexicano Cártel de Guadalajara empezó a exportar cocaína y los narcotraficantes locales como Joaquín El Chapo Guzmán comenzaron a mirar hacia Estados Unidos y hacer transacciones con los colombianos. No había mejor negocio en el mundo.
El auge del imperio narcótico de El Chepe dio un golpe duro al mercado inmobiliario de la Nueva York a finales de los 80. Miles de hogares quedaron desocupados por familias desplazadas por la violencia; otros fueron invadidos y usados como casas de consumo, cocinas o bodegas de drogas y armas. No se vivía en la ciudad de la Estatua de la Libertad: se sobrevivía. El precio de las propiedades se desplomó. Sólo un grupo parecía contento con el desastre: los magnates de bienes raíces cuyo modus operandi era comprar edificios baratos para luego remodelarlos y revenderlos caros. La clase de empresarios rudos a la que pertenece Donald Trump.
Para su biógrafo, el periodista Michael D’Antonio, el republicano se caracterizó por usar el crimen a su favor durante la epidemia de crack. No sólo explotó la figura del adicto a las drogas, sino también la de los asesinos. La prueba más contundente está en un crimen conocido como “Los Cinco de Central Park”.
En plena crisis de drogas, la tarde del 19 de abril de 1989, una agente de inversiones, Trisha Meili, corría por el norte de Central Park —el parque urbano público más famoso de la ciudad— cuando fue atacada por la espalda con una piedra. Su atacante la amordazó, ató, violó y abandonó dándola por muerta, pero cuatro horas más tarde unos paseantes la hallaron apenas viva y con una grave lesión cerebral. Increíblemente para una corporación ineficaz y corrupta, los policías de Nueva York anunciaron que habían arrestado a los culpables esa misma noche.
Las autoridades presentaron como victimarios de esa mujer blanca a cinco adolescentes de entre 14 y 16 años que arrojaban piedras a los vehículos que pasaban por el paque. Cuatro eran afroamericanos, uno de origen latino. Todos se declararon inocentes, pero tras horas de interrogatorios sin sus padres fueron forzados a declararse culpables.
“¡Regresen la pena de muerte, regresen a nuestra policía!”
Donald Trump intervino en el caso dos semanas antes del juicio. Exagerar el crimen y cruzarlo con una retórica racista era ideal para su modelo de negocios, así que gastó 85 mil dólares para comprar planas completas en los cuatro diarios más importantes de Nueva York. En los desplegados se leía con letras enormes “¡Regresen la pena de muerte, regresen a nuestra policía!” y en el texto solicitaba la muerte pública y dolorosa de los adolescentes, quienes luego fueron encontrados culpables por un jurado presionado por el republicano.
El tono dramático en aquellos desplegados parecía decirle a los neoyorquinos: abandonen ya la ciudad o prepárense para ser las siguientes víctimas. Poco le faltó para poner, como post data, “y antes de irse véndanme sus casas”.
“Las dudas se disiparon cuando el ADN no coincidió con ninguno de los adolescentes. Ellos fueron exonerados en el 2002 y los cargos se retiraron formalmente. Desde entonces, las conversaciones sobre algún tipo de restitución para los jóvenes se han prolongado (...) Su culpabilidad se asumió como un hecho. La única pregunta que parecía interesar a la gente, en ese momento, era lo que su supuesta ferocidad decía sobre nuestra sociedad, sobre la “cultura” de los chicos o la falta de ella. Un desarrollador inmobiliario podía publicar un anuncio que contemplaba ejecutar a niños y solo se le consideraría cuestionable por la decoración de sus edificios”, escribió la periodista Amy Davidson Sorkin para la revista The New Yorker.
Gracias a los narcotraficantes que hoy dice despreciar, Trump hizo más compras estratégicas que consolidaron su imagen como hombre de negocios visionario. Un Rey Midas que transformaba el crack en oro. Luego, cuando Nueva York comenzó su recuperación a partir de una dura plataforma anticrimen del entonces alcalde Rudy Giuliani, electo en 1993, las inversiones del republicano rindieron frutos.
La Gran Manzana recuperó su esplendor y el valor de las propiedades, por fin, se elevó. Nuevos inquilinos llegaron a darle plusvalía a esas casas, oficinas y hoteles que estuvieron en el abandono. Los viejos inquilinos nunca volvieron a esos inmuebles revestidos de pintura dorada, mármol frágil y decoraciones de gustos dudosos.
Llegó 1995 y The Donald y El Chepe —sin conocerse en persona— tomaron caminos separados. Por un lado, el empresario ya no necesitaba la epidemia de crack, sino de la guerra contra las drogas para garantizar el nuevo valor de sus propiedades y relanzó su imagen con la compra del Edificio Trump; por otro, el narcotraficante fue detenido en Bogotá, a donde había regresado después de que en 1992 la DEA le había incautado dos laboratorios de cocaína en Brooklyn. Un año después, 1996, el primero adornaba las primeras planas de los medios; el segundo fue asesinado por sus rivales poco después de escapar de prisión.
Veinte años después, Donald Trump se vendió en la política estadounidense como un eficiente outsider capaz de drenar a la vieja política de Washington y ganó, para sorpresa del mundo, la elección presidencial contra la veterana Hillary Clinton. Al convertirse en el 45 presidente de Estados Unidos regresó el favor a su amigo Rudy Giuliani y lo nombró su abogado personal. Perdió la reelección y ganó de nuevo este 2024 para volver a la Casa Blanca como el mandatario 47.
Esta vez, lo hace abanderando la guerra a los cárteles de las drogas al declararlos organizaciones terroristas… sin decir que, hace no mucho tiempo, fueron sus mejores aliados en la construcción de su personaje. Los bad hombres que pavimentaron su éxito.
KT