Mujeres sirias aprovechan la guerra para su liberación

Los casos se pueden contar en cientos, quizá miles; las mujeres divorciadas sirias y que sufrieron los estragos de la guerra civil y el maltrato de sus parejas hora luchan en un país donde la violencia de género es aún una realidad por salir .

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A Betul se le enciende la mirada cuando, por fin, se atreve a hablar de los monstruos que la han mantenido callada durante mucho tiempo. De su guerra más íntima y oculta, la que durante años sucedió al mismo tiempo que la guerra civil de su país, Siria, dejaba instantáneas de sangre y desolación. 

"Me casé con 15 años y poco después huimos de Alepo", recuerda la joven, de 20 años y de ojos grandes.  Embarazada y con un bebé de ocho meses en brazos, recorrió a pie los 45 kilómetros que separan su pueblo de la frontera.

Pasó una semana agazapada en el bosque junto a su marido, sus padres y su suegra antes de que un llamado pollero los cruzara hasta suelo turco. Aquel fue el primer trayecto hacia su liberación. 

"Era demasiado joven. No había vivido y estaba llena de dudas", evoca desde Esmirna, la tercera ciudad turca, una urbe liberal y comercial a orillas del mar Egeo.  Para entonces la violencia de su esposo ya era un terror diario.

"Todos los problemas habían comenzado en Siria, consecuencia del matrimonio infantil. Había una gran diferencia de edad entre nosotros. Mi marido tiene 31 años. Nunca compartimos origen ni educación. Él procede del extrarradio de Alepo y mi familia, en cambio, es de la misma ciudad", arguye Betul. 

"Cuando llegamos a Turquía quise estudiar turco y buscar trabajo. Mi marido no pudo soportar que fuera autónoma. Una noche me golpeó y me cansé de tolerar el maltrato. Decidí irme de casa". 

"La verdadera guerra comenzó cuando nos establecimos aquí. Quise estudiar turco y buscar trabajo. No pudo soportar que fuera autónoma", comenta con los ojos llorosos.

Hace cuatro meses la vida que había arrastrado desde su éxodo saltó por los aires. "Aún no sé muy bien lo que sucedió y cómo llegamos a ese punto. Era la una y media de la madrugada. Me golpeó y me cansé de tolerar el maltrato. Decidí irme de casa". 

Se marchó sola, dejando atrás a sus dos hijos, Omar y Beyan, de cuatro y dos años. "Fui a la comisaría de policía y denuncie el maltrato. Recuperé a mis hijos a los tres días porque mi marido se negó a entregármelos mientras no retirara la demanda", recuerda Betul. 

La denuncia jamás fue revocada y continúa su curso en los tribunales. Betul se ha mudado a vivir con sus hijos y sus padres, que han apoyado el fin de sus cadenas.  Más de 10 mil denunciantes . Su calvario no es una excepción entre los 3.6 millones de refugiados sirios que permanecen varados en Turquía.

La violencia de género es todavía una realidad camuflada entre las cuatro paredes de una comunidad que padece el aislamiento de habitar un país cuyo idioma ignoran y provenir de una tierra donde el maltrato es tabú.

Desde 2017, 10 mil 341 sirias han denunciado haber sido víctimas de las palizas de sus cónyuges, según datos actualizados proporcionados a Crónica por el Fondo de Población de las Naciones Unidas.

Las cifras sólo reflejan a aquellas mujeres que reunieron el valor suficiente para acudir a uno de los 35 espacios seguros para mujeres y niñas que la agencia de las Naciones Unidas administra en Turquía con el financiamiento de la dirección general de ayuda humanitaria y protección civil de la Comisión Europea.

"Cuando llegan, se encuentran devastadas. No son sólo víctimas de violencia física sino también de otros tipos más invisibles de maltrato que durante décadas han ido pasando de generación en generación y que forman parte de nuestra cultura", dice Abir Abdelrahman, una trabajadora social egipcia que auxilia a las mujeres que llegan al centro.

"Una de las consecuencias de la guerra es que las familias de algunas zonas en las que actuaba el Estado Islámico casaron muy pronto a sus hijas para evitar que fueran secuestradas por el grupo", añade la empleada. "Éste es mi refugio seguro, el lugar en el que encontré ayuda y donde me dijeron qué podía hacer y cómo podía denunciar", admite Betul en una de las estancias de un local abarrotado de mujeres que esperan su turno sentadas y con sus pequeños acurrucados entre las piernas.

Celos enfermizos

"Es la primera vez que tengo amigas y que puedo disfrutar de una vida social", murmura Rula, originaria de Alepo, de 33 años, que halló en los pasillos del centro su propia expiación, en mitad de un territorio hostil y sin ayuda familiar.

"Antes, cuando estaba casada, tenía miedo a establecer cualquier contacto porque era rehén de la violencia y de los celos de mi marido. Ahora me siento libre.

Llegué desesperada y aquí me ayudaron a construir mi propia personalidad. En Siria jamás hablamos de temas como el matrimonio infantil, el divorcio y la violencia de género", confiesa la madre de dos jovencitos, de 11 y 14 años.

Se separó de un marido abusador que la sometía y, tras dos meses de formación, ha comenzado a trabajar proporcionando asistencia a otras camaradas. "La violencia hacia las mujeres es muy común.

Sé de una amiga y una prima que también residen en Turquía y que la están padeciendo". La desgracia compartida ha tejido una red de apoyos que las mantiene alerta. La guerra y su espantada le ofrecieron la ocasión de empezar de cero.

"Son mujeres que llegan de pueblos aislados en Siria en los que no había oportunidad de hablar. Aquí sienten por primera vez que no hay límites", balbucea una de las psicólogas que las recibe.

Si los números de la violencia exhiben aún la punta del iceberg de un fenómeno enterrado, los del divorcio directamente no existen aunque el centro proporciona asistencia legal a quienes emprenden un camino plagado de obstáculos.

Rula, que lleva tres años en Esmirna, pudo separarse legalmente pero, en cambio, Betul se conforma con guardar la distancia con su cónyuge, que sigue teniendo su domicilio en la misma ciudad.

"No tenemos ningún papel porque fue un matrimonio religioso. Él no había cumplido el servicio militar obligatorio y no pudimos formalizarlo legalmente", argumenta, entusiasmada con construir un porvenir lejos de las penurias del pasado. "Me gustaría estudiar periodismo y permanecer en Turquía. Quiero que mis hijos se eduquen en Canadá, junto a unos familiares que residen allí", agrega Betul.

"He crecido. Ahora, cuando me siento mal y deprimida, lo dejo todo y me voy a ver el mar o escucho música y escribo lo que se me pasa por la cabeza". Las puertas también están abiertas a los varones pero son pocos los que cruzan el umbral y hacen uso del servicio.

"Muchas mujeres nos dicen que los hombres también deberían venir y escuchar lo que decimos. De momento, estamos tratando de sensibilizar a las mujeres. Luego llegará el momento de educar a los hombres", asevera Abir. 

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