Entre ginebra y sexo casual
Editorial Telediario
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Te confieso que no hubiese querido que sucediera así. La verdad es que mi imaginación me permite generar, aproximadamente, un ciento de circunstancias diferentes, historias entrañables, situaciones basadas en el control del destino, de mi destino, y el tuyo también. Historias fundadas en la certeza, en la abolición de los malditos sobresaltos, en el respeto, la equidad.
Mi educación tradicional -patriarcal- me enseñó que el motivo determinante de mi existencia era precisamente ser la mujer de fulano de tal algún día; llevar su apellido con orgullo, administrar un hogar con esmero, y parir hasta el límite de mis fuerzas, exactamente el número de veces que la capacidad económica de mi marido, su necedad machista, y su inconciencia o ignorancia, permitieran.
Para eso me educaron. Y mis padres me explicaron hasta la saciedad que las ciencias eran verdaderamente irrelevantes a mi existencia. Adquirir conocimientos técnicos era una verdadera pérdida de tiempo, pues mi capacidad de aprendizaje debiera estar centrada en el bordado, el zurcido, la cocina, y toda la retahíla de actividades que una mujer decente tiene en su agenda de por vida. Para qué saber de algoritmos, o de economía política, biología o matemáticas, si el trabajo de una madre es pastorear hijos, lavar calzoncillos de los maridos, cambiar pañales, esperar horas largas para hacer de cenar, simplemente así.
Y ya lo ves. Solamente eso aprendí y nada más, porque ni educación sexual era un tema que ocupara a mi entorno formativo, pues las monjas del colegio lo consideraban pecaminoso, pensaban –o decían con hipocresía personal- que era como hablar de cochinadas. Mi padre nunca tocó el tema y mi madre siempre dijo que hablar de las partes íntimas del cuerpo era vergonzoso.
Así crecí, pues, y ya ves. Resultó que ni hijos ni leches, pues mi esterilidad congénita había cancelado para siempre esa oportunidad. Entonces sí, se me vino la crisis encima, porque el propósito sublime para el que yo había sido formada, mentalizada y dogmatizada, por padres, consejeros espirituales, tíos y demás, se esfumó de repente, en una palabra, se fue a la mierda.
Fue entonces cuando me atreví a pensar en ti como algo más que en una especie de dueño o pastor, y quise que fueras mi pareja, mi compañero, que me ayudaras a entender, que me abrazaras mientras yo lloraba y sacaba con lagrimones toda la frustración de mi existencia; que discutieras, que diseñaras conjuntamente conmigo la creación de un nuevo objetivo que sustituyera al tema de los hijos, que me acompañaras a trazar un derrotero nuevo a mi condicionada existencia y me ayudaras a ser un humano como cualquier otro, sin tomar en cuenta mi condición de mujer.
Sin embargo, todos tenían razón, al menos dentro del ámbito de tu abyecta estructura de ideas y en tu ausencia total de criterio. Bajo esas circunstancias, yo no servía para nada más que tallar puños de camisas y planchar calzones. Todo empeoró ante tus acusaciones egoístas de que yo era un estorbo en tu linaje, de que yo era la culpable de que no cobrara vigencia tu descendencia; tus acusaciones que aseguraban mi frigidez - ¡animal! El sexo era lo último que me interesaba por esas épocas-. Hasta que llegó el punto de las bofetadas habituales y los sopapos en la cabeza. Y no pude más, verás, y una tarde empaqué todo lo que cupo en una maleta pequeña y salí huyendo de tu soberbia estúpida y tu cobardía, pero también huyendo de mi educación, mis supuestos valores y virtudes muy a modo de señorita decente que se vuelve objeto de intercambio en un matrimonio común.
No obstante, llegó el día en que dejé de huir y me aparqué en una porción al norte de la Ciudad. Como nunca, completé estudios técnicos, hoy me gano la vida como auxiliar del gerente de un almacén de ropa de mediana calidad, y el dinero que me gano me sirve para vivir con decoro y, sobre todo, para venir aquí, a este sitio en el que hoy me acordé de ti, este bar de copas en el que cada noche de sábado me doy el lujo de ser acosada –perseguida- por dos o tres hombres desconocidos que, sucesivamente y con la firme intención de ligarme y acostarse conmigo, no cesan en declarar lo guapa, simpática e inteligente que soy.
Ya vez, la vida nos lleva a lugares insospechados que nunca hubiésemos podido imaginar. La vida escribe nuestra historia, una historia que, en mi caso, a los cincuenta y pocos, tiene que ver levantar la cara por mí, ayudar a más de una compañera subyugada y con un escape semanal entre el ginebra y el sexo casual, para conjurar los demonios de la soledad, el sentimiento de fracaso y la rabia que siento hacia ti y hacia una educación, una sociedad abyecta, criminal e indiferente, que parece haber sido diseñada, exactamente, para producir mi infelicidad.
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