Poco después de iniciado el Operativo Conjunto Chihuahua, un comando de la Agencia Federal de Investigaciones (AFI) secuestró a la defensora de derechos humanos Cipriana Jurado, quien luego de experimentar en carne propia una “época de terror” decidió exiliarse de Ciudad Juárez.
El activista Saúl Reyes aseguró que la Policía Federal, el Ejército y un grupo de sicarios se desempeñaron como los brazos armados del cártel de Sinaloa durante el periodo 2006-2012.
A Laura Kabata le pusieron un cuchillo en el estómago y le apuntaron con una pistola tras participar en protestas contra los abusos de las autoridades policiales y militares.
Los tres luchadores sociales se refugiaron con sus familias en Estados Unidos y sobrevivieron al reinado de Genaro García Luna, el comandante de facto de una supuesta “guerra contra las drogas” que derivó en una escalada delictiva: de acuerdo con el Inegi, los homicidios pasaron de 648 en 2006 a 2 mil 772 en 2012; los feminicidios saltaron de 62 en el año inicial del sexenio de Felipe Calderón a 266 en el ocaso de aquella administración. Ambos delitos se cuadruplicaron en aquel periodo.
En esa época, Ciudad Juárez era un desparpajo de notas rojas: Vicente Carrillo reclutaba pandilleros deportados para darles trabajo como sicarios o para traficar drogas e indocumentados. La disputa entre el capo regional y el cártel de Joaquín El Chapo Guzmán aterraba a los chihuahuenses y los desaparecidos se multiplicaban por doquier.
La entidad ardía cuando arribaron cientos de tanquetas y patrullas por la carretera Panamericana en marzo de 2008. Con armamento al hombro, los rostros cubiertos y la cabeza altiva, soldados y policías federales despertaron por unos días un sentimiento poco frecuente en esa frontera.
“Esperanza”, recuerda Cipriana Jurado, una activista que en esos tiempos peleaba por la democracia, contra los feminicidios, por los derechos de los trabajadores de la maquila y los campesinos.
Ni en sus peores pesadillas imaginaba escenarios más violentos, ni que su ciudad pondría 11 mil muertos en aquel sexenio —el 10 por ciento de los narcohomicidios de todo el país, según la Fiscalía del Estado de Chihuahua— ni que muy pronto ella estaría en la mira por lengüilarga, por hacer lo mismo que había hecho siempre: denunciar las arbitrariedades.
Pero así fue después de que el entonces presidente Felipe Calderón enviara a las tropas en el Operativo Conjunto Chihuahua y su entonces secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna, pactara con el cártel de Sinaloa para abrirle el camino del tráfico de droga hacia Estados Unidos, como se comprobó en el juicio de Nueva York, donde se le declaró culpable.
En Juárez se supo casi inmediatamente después de que los uniformados se instalaron en los mejores hoteles y salieron a patrullar, a meterse a las casas con unos “aparatos” que supuestamente detectaban armamento y… ¡Dale contra la gente que creía de lado contrario! ¡A secuestrar gente, a desaparecer jóvenes y mujeres en las calles, en las casas, en los bares!
De ello dieron cuenta los defensores de derechos humanos que estaban incrédulos. Boquiabiertos, empezaron a hablar en protestas aquí y allá, tomaron calles y puentes: “Desaparición forzada”, gritaron. Cipriana Jurado entre ellos.
“Era conocido que la policía estatal y las locales estaban con el cártel que fundó Amado Carrillo y luego se suponía que la federal y el Ejército iban a frenar eso, a investigar, pero lo que se veía eran cuerpos tirados y sangre por todos lados”, recordó Cipriana en entrevista con MILENIO.
Cipriana Jurado era parte del Centro de Investigación y Solidaridad Obrera, del Comité Nacional de Eureka, que fundó la difunta Rosario Ibarra, y otros grupos de lucha social como la Organización Agrodinámica Nacional.
La primera alerta de que las fuerzas armadas iban contra quienes hablaban de más fue el asesinato en marzo de 2008 de uno de los integrantes de Agrodinámica: Armando Villarreal Martha, poco después de que las botas del Operativo Conjunto Chihuahua tocaron base. Al mes siguiente, fueron contra Cipriana.
“Me secuestró un comando de la AFI (Agencia Federal de Investigaciones) que comandaba García Luna”, sostiene Cipriana.
La detuvieron por una denuncia que supuestamente se hizo desde 2005 por parte de Caminos y Puentes Federales (Capufe) por unas protestas que se hicieron contra el feminicidio y los cazamigrantes. “Reactivaron el caso de la nada tres años después. Estoy viva de milagro, gracias a Dios y los compañeros que se movilizaron para exigir mi liberación”.
Cipriana Jurado siguió dos años más en Ciudad Juárez. Ayudó a Amnistía Internacional (AI) a documentar casos, entre otros, el asesinato de Saúl Becerra Reyes, un joven detenido en la zona centro junto con seis muchachos, pero el ambiente se tensaba cada día.
Las organizaciones sociales documentaron más de una veintena de defensores de derechos humanos asesinados. AI solicitó una acción urgente a la Secretaría de Gobernación para que garantizara la seguridad de Jurado. No hubo respuesta. “Me voy”, decidió ella, aunque nunca había cruzado la frontera.
Desde entonces no ha hecho otra cosa que buscarse la vida con un idioma que no se le da. Truncó la licenciatura de su hijo que iba a comenzar en la Universidad Ciudad Juárez y su niña que dejó el país con siete años se ha formado más en Estados Unidos, pero está viva, respira donde le dieron asilo, uno de los pocos casos.
En México perdió su casa, la saquearon, se llevaron los cables de la luz, los tubos del agua. Hasta hace poco la pudo vender por muy poco dinero porque ya estaba muy destruida.
“Aunque le dieran la cadena perpetua a García Luna nunca podrá compensar todo lo que nos hizo, las miles de muertes”, comenta. “También tiene que ser juzgado Calderón y los generales que ordenaron, como el general Felipe de Jesús Espitia Hernández que estaba al mando del Operativo Conjunto”.
Pero Cipriana Jurado y su familia no fueron los únicos juarenses en huir de Ciudad Juárez para ponerse a salvo de los atropellos comandados por el superpolicía de Felipe Calderón. Los Reyes padecieron el asesinato de cinco de los suyos, por lo que también decidieron refugiarse en Estados Unidos. Tras ser asaltados por la policía federal, Laura Kabata y su hijo Óscar se mudaron a El Paso, Texas. Ahora piden la reparación del daño.
La organización Mexicanos en el Exilio contabilizó que durante aquella época de terror 250 activistas de Ciudad Juárez pidieron asilo en Estados Unidos.
Del otro lado: caso Los Reyes
El abogado Carlos Spector recibía con preocupación en su despacho de El Paso noticias de su natal Juárez. No sólo porque los familiares lo tenían al tanto, sino porque era imposible notar los cambios de ese tiempo. Información de colgados y descuartizados; de muertos por todas partes que se convirtieron en el pan de cada día.
Con el paso de los años, analistas de la violencia como el doctor Arturo Chacón, catedrático de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, llegarían a la conclusión que la exhibición de la violencia era una estrategia.
“El Estado necesitaba una cortina de humo de violencia que justificara la presencia masiva de la policía y el Ejército”, advirtió en entrevista con este diario.
Sin embargo, en los tempranos años del sexenio de Calderón, los hechos eran muy confusos. Desde el Valle de Juárez salían familias completas hacia el exilio dejando atrás casas en llamas; vidas, negocios quebrados y familiares muertos.
En ese éxodo estaba la familia Reyes. 36 de ellos huyeron de la zona tras el asesinato de cuatro de siete hermanos, una cuñada y un sobrino en solo 18 meses del Operativo Conjunto. Todos participaban en movimientos sociales y eran reconocidos por su labor en contra de los feminicidios, las privatizaciones y a favor del medio ambiente.
“No podíamos seguir ahí”, reconoce Saúl Reyes 13 años después en entrevista con MILENIO.
Primero mataron a Julio César. Se lo habían llevado antes los militares; siguió Josefina: desconocidos le dispararon en su negocio de Barbacoa en el ejido de El Sauzal. Ella era integrante del Frente Nacional Contra la Militarización y la Represión.
Después siguió Rubén, quien cayó a 400 metros de un cuartel y, finalmente, Elías y su esposa y Magdalena Reyes.
“El Ejército y la Policía Federal llegaron a abrir el paso a sus patrones y todo el que se opusiera a ello, era su enemigo”, reitera Saúl Reyes. “En nuestro caso, fuimos una voz crítica… ¡Era obvio que el Cártel de Sinaloa tenía tres brazos armados: la Policía Federal, el Ejército y su grupo de sicarios!”
Los testimonios de vecinos de la colonia Villas de Salvárcar, donde hubo 86 víctimas directas e indirectas, coinciden: primero entró la Policía Federal a la casa donde había una fiesta de estudiantes y luego los sicarios a asesinar a los jóvenes.
Los Reyes buscaron refugio en la Ciudad de México, pero un periódico local reveló que se encontraban en el Hotel Oslo, donde los había instalado el gobierno local, y eso los hizo sentir vulnerables. Se cambiaron de escondite, denunciaron ante la prensa y por eso cuatro países les ofrecieron asilo: Canadá, Francia, Venezuela y Estados Unidos.
Al final se decidieron por el último. Se mudaron en grupos pequeños, empezando de cero. Ahí fue donde se encontraron con el abogado Carlos Spector, quien tenía un tiempo peleando por el reconocimiento de asilo para los mexicanos: a quienes se les negaba en nueve de cada 10 casos.
Las cosas no han cambiado mucho en ese tema desde entonces, reconoce Spector, fundador de la organización Mexicanos en el Exilio, quien actualmente agrupa unas 200 solicitudes; más bien, ha empeorado: las respuestas positivas se redujeron a sólo 3 por ciento.
“Los más jóvenes se han casado con ciudadanos y así arreglaron papeles; otros, solo permisos de trabajo, pero no el asilo y, algunos están a punto de ser deportados”.
La exposición mediática de los Reyes les dio credibilidad frente a las autoridades estadunidenses y a la mayoría les abrieron las puertas. Saúl calcula que solamente faltan nueve miembros de la familia para tener el estatus legal en Estados Unidos y están en espera de la aceptación o negación de la Corte.
El caso de él fue de los primeros en tener luz verde. Aun así, la pasó mal: en México tenía una panadería propia (que quemaron desconocidos), era dueño de una casa; en contraste, a Estados Unidos llegó a vivir con su esposa y tres hijos a un albergue para indigentes durante cuatro meses.
Durante tres años tuvo dos trabajos para reunir dinero y montar su propia panadería, comprar equipo, hornos, mesas, hasta cucharas; hacerse de harina, azúcar, huevo, moldes; rentar un local. Renacer de las cenizas.
El tiempo fue benévolo. Los niños crecieron: hoy tienen 24, 17 y 14 años. Los tres retomaron la escuela, son bilingües; el mayor, trabaja en el gobierno estadunidense; el otro, está por terminar la high school y quiere ser paramédico. Los tres aman el arte, son músicos, ya la flauta, ya la guitarra; ora la tuba y luego la trompeta en competencias escolares.
“Son mi orgullo”, dice el padre.
Saúl Reyes no quiere volver a México. Aunque ha perdonado al país, no a cierta gente que fue partícipe directa o indirectamente del exterminio de su familia. Recuerda a Calderón, al general Salvador Cienfuegos, a César Cabal Peniche o a Luis Cárdenas Palomino. “Yo estaría gustosísimo de poder ir a declarar ante la justicia de Estados Unidos, de ser parte de otros juicios”.
Pero no lo han buscado para esos asuntos. Tampoco en México, donde hubo promesas de justicia por parte de gente hoy encumbrada en la cuarta transformación, como Olga Sánchez Cordero, Alejandro Encinas o del ex gobernador Javier Corral.
“No hay cercanía: por estar en Estados Unidos no hemos reclamado nada”, lamenta.
Siente pesar aún más por aquellos que en el exilio siguen sangrando por heridas del alma. “Hay quienes tienen familiares desaparecidos y no se resignan a no encontrarlos, a aceptar que están muertos, aunque tengan 10 años. Me cuentan que, cuando suena el teléfono, creen que pueden ser sus parientes o alguien les va a decir que los encontraron”.
Hay llagas que nunca cicatrizan.
Aquí y ahora: caso Los Kabata
En diciembre pasado, Laura Kabata y su hijo Óscar regresaron a Ciudad Juárez después de 13 años de exigir justicia en múltiples lugares de la Ciudad de México: frente a algunas sedes de la Secretaría de la Defensa Nacional, en el Zócalo, en la Comisión Nacional para los Derechos Humanos…
En periodos intermitentes han peleado por la reparación del daño para ellos y otras víctimas; a cambio, han recibido palos y amenazas de muerte. La madre cuenta que un general le puso un cuchillo en el estómago y desde el coche le apuntó con una pistola, que otros policías robaron sus pertenencias e identificaciones y que rociaron con gasolina la carpa en un plantón.
Pero los Kabata siguen firmes con su petición, aunque por ahora se tomaron un receso en la capital; en Juárez, siguen recopilando información de otras víctimas porque los culpables de lo que le pasó a esa familia y con otros no están en la cárcel.
El 26 de febrero de 2009, Óscar Kabata regresó a Ciudad Juárez a buscar las últimas cosas que había dejado en la mudanza a El Paso, donde se iba a casar su madre. En ese viaje se le hizo fácil pasar a ver a un amigo para salir de cotorreo. Comían hotdogs en la calle cuando llegó un convoy de las fuerzas armadas para preguntar de quién era el auto y para acusarlos de un secuestro.
Óscar afirmó que los llevaron a un destacamento militar, ahí los violentaron sexualmente y torturaron. Los golpearon tanto, cuenta, que su amigo Víctor Vaca, empezó a “mal morir”, a jadear inconsciente. Esto desesperó a los agresores y por eso le dieron un tiro.
Mientras tanto, la familia Kabata empezó a buscar al muchacho. En esas estaban cuando la abuela recordó que tenía a un amigo de la infancia en un alto cargo del gobierno estatal y le llamó para pedir ayuda. A su vez, éste telefoneó a alguien y del otro lado del auricular le dijeron “estás de suerte”.
Al muchacho lo dejaron libre después de hablar con un tal general “Espitia”, sostiene la madre. “A cambio de perdonarle la vida le dijeron que desapareciera de Chihuahua porque había sido testigo y no querían ese tipo de rastros”.
Óscar ya no pudo regresar a El Paso porque desapareció el pasaporte cuando lo “levantaron” y la madre no quiso dejarlo solo frente a la amenaza. Huyeron a otra ciudad mexicana y abandonaron su casa en Ciudad Juárez.
Después de unos años, una abogada lo convenció de que metiera una demanda y después de mucho tiempo recibió una indemnización económica en el contexto de reparación del daño a las víctimas de Chihuahua, un dinero que se ha utilizado para costear los plantones y protestas contra la impunidad.
“Espitia está felizmente jubilado, con gran dinero, menciones honoríficas como gran general y ahí en Chihuahua debe muchas vidas”, resume y se pregunta ¿de qué sirve que den un dinero, no se repone una vida? E insiste: Felipe Calderón tampoco ha sido juzgado ni aquí ni allá.
Después de culpar a mucha gente de estar relacionada con el crimen organizado, entre ellos, a los muchachos de Villas de Salvárcar, el entonces presidente Calderón dijo que “rescataría a Juárez” a base de cultura, de pintar murales y poner columpios en plazas comunes.
Por su parte, el gobierno del estado creó un fideicomiso para indemnizar a las víctimas en tiempos de César Duarte (sobre el cual hay sospechas de desvío de dinero) y, finalmente, se creó el Fondo de Ayuda, Asistencia y Reparación Integral de la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas.
“El problema es que las víctimas no están satisfechas”, observa Olivia Aguirre, profesora investigadora de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez. “Muchos de ellos siguen con problemas sicológicos y de rehabilitación, no hay una continuidad y sienten esa pérdida irreparable de sus familiares”.
El daño es más profundo con los huérfanos. Organizaciones civiles estimaron al final del sexenio de Calderón que quedaron huérfanos entre 7 mil y 10 mil niños en su mayoría hijos de las víctimas de homicidio. La fiscalía del estado estimó posteriormente que por cada víctima habría entre dos o tres hijos en orfandad; es decir, entre 26 mil y 28 mil.
Aguirre, quien se ha especializado en este tema, lanza una advertencia: “La falta de atención educativa a los huérfanos pudo incidir en que se vuelvan parte del crimen organizado”.
Eso significa que se habría gestado una espiral infinita de barbarie y violencia. Ya sea por necesidad o por buscar revancha.
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